domingo, 30 de agosto de 2009

Pase a mi humilde morada II


Unos cirujanos ortopedistas me invitaron a “las luchas”. Aún no definimos fecha, pero creo que eso no va a modificar lo que vamos a encontrar: una multitud vociferante que se ahorra el psicoanalista gritando contra su antagonista, la eterna lucha entre el bien y el mal (¡qué simple suena este concepto una vez escrito!), rudos contra técnicos, cervezas, insultos, niños con máscaras…
En la lucha anterior, Santo ha ganado al Malvado Profesor Landrú, la gente lo ha cargado en andas hasta su camerino y ha permanecido del otro lado de la puerta, satisfecha de haber estado en contacto estrecho con el ídolo. Dentro del camerino sólo hay cinco personas, Santo, el second que lo ha asistido durante la batalla de esta noche y los dos hombres que lo miraban desde la primera fila. Con ellos está la joven mujer que estuvo sentada entre ellos.
El profesor, padre de la joven (puede ser antropólogo, médico, matemático, químico o cualquier cosa que uno se imagina posible para alguien que ostente el título de Profesor), felicita a Santo. El jovenzuelo bien peinado está deslumbrado por el luchador y le toma la mano con confianza, lleno de seguridad, diciendo: Felicitaciones, Santo; excelente lucha. Santo acepta las felicitaciones y mira a la joven quien le prodiga una mirada de ven acá. Ella es la virtud encarnada, bella, inteligente, vestida con recato, elegante en el gesto, precisa en la sonrisa. Mira a santo con pasión y éste, debajo de la máscara ha hecho un gesto indefinible al mirarla.
Santo, dice el profesor, lo espero esta noche por mi despacho. He encontrado un documento muy interesante que me gustaría que usted tenga a bien mirar. Santo acepta la invitación y se despiden cortésmente. Cuando el grupo está a punto de salir del camerino, Santo alcanza el codo de la muchacha con la mano y le dice: Espere, Elena… ¿Sí, Santo? Elena, usted sabe que… ¿Saber qué, Santo? Son interrumpidos por el ayudante del Profesor que ha regresado a buscar a Elena. Santo se mira inhibido (sólo por un segundo) mientras el joven dice, cándidamente: Perdón, pero olvidé mi sombrero. Elena, te espero en el auto. Hasta la noche, Santo… Hasta más tarde, Javier, dice el ídolo y queda de nuevo solo con la mujer. ¿Me decía usted…? Nada, Elena. Espero verla más tarde. Ella sale dejando solo al luchador que ocupa sus pensamientos en cualquier cosa.
Más tarde (en estas historias el tiempo es indefinido: si la lucha comenzó a las siete de la noche y la pelea de Santo fue la función estelar, debió haber luchado, durante quince minutos a las ocho y treinta, luego, a las nueve, el diálogo en el camerino, durante quince minutos. Suponiendo que el Santo haya tomado una ducha, Salió de la arena aproximadamente a las nueve de la noche y debe haber llegado a su casa aproximadamente a la nueve treinta, Una cena frugal y a las diez de la noche estaría sentado ante su escritorio), Santo está sentado leyendo un libro ajado, de pastas duras, que bien podría ser México a través de los Siglos que publicara Mariano Riva Palacio o Moral a Eudemo de Aristóteles. Santo es un erudito, por eso le piden consejos los eruditos. Santo usa un traje de dos piezas, sport, que se adivina de color caqui, con camisa de cuello de tortuga y su eterna máscara. El teléfono suena y Santo estira la mano para tomarlo en un elegante gesto. Del otro lado de la línea, Elena le recuerda a Santo su compromiso para esta noche. Ahí estaré, Elena. Hasta pronto, dice Santo y sale de la habitación. Sube a su auto descapotable, un Dinalpin A110 y recorre las avenidas de la ciudad mientras sueva un temerario jazz como música de fondo.
Al llegar a la mansión del Profesor, Santo es conducido hasta el despacho por el mayordomo quien, lejos de infartarse por haber abierto la puerta y mirar ante sí a un tipo con una máscara, cumple con su labor eficientemente y ofrece a santo un highball.
Ante el Profesor se encuentran sentados Javier y Elena, el primero en un sillón de orejas, con las piernas cruzadas y con un cigarrillo entre los dedos y la segunda sobre el borde del escritorio. Cuando Santo entra y los demás lo saludan, el Profesor le alcanza un documento. Es una descripción muy detallada de la localización de la tumba del emperador tlachimeca Axólotol Alhuzotéotol que encontré entre un lote de documentos perdidos en El Museo, dice el profesor y Santo lo examina.
Este papiro (que, como todo el mundo sabe, es el material preferido de los pueblos precolombinos para escribir su historia) puede decirnos dónde encontrar la tumba y esclarecer el misterio de la muerte de este emperador, dice Santo.
Creí que ese emperador era sólo un mito, dice Javier dejando en claro su ignorancia. Santo, benévolo, le aclara dos o tres cosas de la vida diciéndole que sí, para algunos es un mito pero que él, en sus estudios concienzudos, ha podido establecer una duda razonable que vincula al emperador del pueblo tlachimeca con la caída del omnipotente imperio azteca.
Debemos ir a buscar esa tumba, Santo, y echar luz sobre estos hechos históricos. He tomado providencias para que una expedición con todos los pertrechos necesarios nos espere mañana a primera hora en la explanada del museo.
Santo accede, honrado (porque la humildad es una de sus virtudes) a acompañar a la comitiva.
Pero, papá, tu salud… esas travesías en la selva no pueden dejar nada bueno a tus años. Deberías quedarte en casa, dice Elena apesadumbrada. No hay nada de qué preocuparse, Elena, dice Javier. Si Santo nos acompaña, no hay nada qué temer.
Santo invita a la joven mujer a unírseles y ella responde: Por nada del mundo me perdería esta aventura. Sus ojos son una invitación.

Hasta la próxima o hasta que haya ido a las luchas con los ortopedistas quienes, seguramente, lo hacen con el afán de entender el mecanismo del trauma y no como yo que sólo voy a ver a la gente.

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