miércoles, 27 de noviembre de 2013

Los tipos duros no bailan / Tough guys don´t dance





¿Qué debe tener una narración para que a usted que está leyendo se le provoque una sensación de desasosiego tal que, por momentos, quiera dejar el libro que tiene entre las manos? ¿Mucho sexo? ¿Asesinatos irracionalmente violentos? ¿Sexo duro? ¿Muchas drogas? ¿Corrupción policial? ¿Qué?
Eso es una cuestión personal a la que, probablemente, muchos lectores no se hayan enfrentado. Lo más lógico es que, si usted lee algo que le desagrada, lo deje y busque algo que lo satisfaga, ¿verdad?
Claro. Y sin embargo, hay ocasiones en las que uno no puede dejar de leer. Es como cuando alguien ve un video en el que sabe que a alguien le va a pasar algo verdaderamente malo y, aún a sabiendas, sigue viendo, con el corazón acelerado, pero sin despegar la vista de la pantalla.
A mí me sucedió esto con Los tipos duros no bailan.
Pasó por mis manos por primera vez en 2009 y, cuando llevaba a penas dos capítulos leídos, se me perdió. Y no lo conseguí, sino hasta principio de este año y, claro, lo terminé esta vez. Pero lo leí esperando que se acabara pronto (no porque la historia fuera mala o aburrida sino…) porque me provocó una gran angustia.
En un tiempo en que la televisión no pasa más que dramas de homicidios (CSI, NCIS, Criminal Minds, The Killing y similares) o realities de homicidios reales (Las primeras 48, Crime 360 y similares), no es el hecho de que la novela comience con un homicidio la causa de mi inquietud, ni la intranquilidad que sufre Madden al no saber por qué su auto está lleno de sangre o hay una cabeza de mujer en su escondite de droga debajo de un árbol, tampoco es el hecho que el perro le rehúya cada vez que lo mira, ni ese misterioso tatuaje que apareció en su brazo de la noche a la mañana. No es la ausencia de recuerdos del personaje, la laguna mental que siguió a una borrachera; creo que tampoco es el tipo de sexo que se trata en la obra, siempre duro, siempre sucio (vaya, que tampoco se trata de que el sexo sea una experiencia rodeada de flores y ponis), siempre con vejaciones para una de las partes, como en el caso del Araña y su esposa a la que orinaba siempre después del sexo, o los frecuentes engaños de Paty Lareine a Madden, o el hecho de que todos (o casi todos) los personajes fumen marihuana. Tampoco es que la historia sea mala (en absoluto) o aburrida (para nada), sino que es una parte de la humanidad que está reservada al ámbito privado y no es común verla expuesta en la literatura con esa crudeza, sin pretender conocer toda esta bella arte.
Norman Mailer (NJ, 1923 – NY, 2007) publicó esta novela en 1984 y en ella nos muestra una región de Massachusetts y Nueva Inglaterra que nada tiene que ver con la paz y el sosiego del bosque, con el frío y la niebla que vienen del mar, con el paisaje que nos narra Stephen King.
(He de aclarar que King también cuenta cosas como las que aquí narra Mailer, pero con un lenguaje diferente. La traducción de Los tipos duros no bailan que tengo, de la Serie Oro de editorial Planeta [Barcelona, 1984] está plagada de palabras obscenas y no es problema del traductor, es que así está en inglés; hay ahí varios sucedáneos de la palabra pene que ni idea que existieran).
Y sin embargo, pese a toda esa desazón que me despertó, afirmo que la trama de la novela es, si se me permite el pretencioso vocablo, magistral. Un verdadero nudo que se deshace no con una artimaña literaria como el síndrome del manco ni con la providencial amnesia multitudinaria, sino con una elaborada red de relaciones y pequeños hechos encadenados –que siempre estuvieron ahí, en la novela- que hacia el final nos llevan a una conclusión lógica.
Probablemente, como me ha pasado otras veces, en este pequeño texto me quede corto al tratar de expresar lo que sobre lo que la novela quisiera. Sin embargo, creo que es un libro que debe leerse con atención y paciencia. Si usted ya lo ha leído y quiere disentir de lo aquí escrito o aportar algo a lo mismo, siéntase en libertad (sino en obligación) de hacerlo. Gracias por leer.


What should have a story for you, the reader, feel an uneasiness such that, at times, have the need to put the book aside? Lot of sex? Hardcore? Hard sex? Too many drugs? Police corruption? What?
A personal question, indeed, that many readers mayhap never faced before. The logic says that, if you reads something you don´t like, let it aside and search for something more pleasant, doesn´t it?
Of course. Yet there are times you just can´t stop reading. Like when someone is watching a film in which you know something really bad is going to happen to someone and, still, you keep watching, your heart beating furiously, unable to take your eyes away from the screen.
That happen to me with Tough guys don´t dance.
It came to my hands first in 2009 and I lost it when I had read only two chapters. I found it again at the beginning of this year and, for sure, I read it to the end. Since, I read it hopping it to end soon (not because it was a bad o boring story, but…) ´cause it caused me a great anxiety.
At times when TV drams spend no more than homicide (CIS, NCIS, Criminal Minds, The Killing and others) o realities of real murders (The First 48, Crime 360 and others), is not the fact than this novel begins whit a murder the cause of my restlessness, nor the anxiety suffered by Madden for not knowing why his car is covered by blood or the fact that there is a woman´s head into his drug hideout in the woods, nor the mysterious fact that his dog shuns from him any time he shows to it, or the mysterious tattoo in his arm. It is not the absence of memories that he suffers, the blackout after a drinking night; I think it is not the kind of sex narrated in the paperback, always hard, always dirty (say: it is not that sex should be an experience surrounded of flowers and ponies), always with vexations for one of the parts, as in the case of the Spider and his wife to whom he always urinate after sex, or the frequent deceptions Patty Lareine use to make to Madden, or the fact that all (ar almost all) of the characters use to smoke weed. Neither is as we are talking about a bad play (not at all) or boring (no way), but that is a part of mankind usually reserved to privacy and is uncommon exposed in literature so raw –not pretending to know all of this beauty art.
Norman Mailer (NJ, 1923 – NY, 2007) published this novel in 1984 and shows us a region from Massachusetts and New England that has nothing to do with peace and quietude of the woods, with cold and fog coming from the sea, with landscape that Stephen King talk us about –leaving aside his monsters.
(I must say that King also narrates things alike Mailer´s work, but in a different style. The translation from Though guys don´t dance I own, from Golden series by Planeta publishing [Barcelona, 1984], its plagued of obscenities and it is not ´cause of translator, as it is written that way in English; there are many substitutes of the word penis I didn´t have notice about).
Yet, despite the uneasiness it caused me, I say that the plot of the novel is, if I may be allowed to use so pretentious word, masterful. A true knot that melts not as a literary ruse, maimed man syndrome kind nor means a providential massive amnesia, but with an elaborate network of relationships and small-chained facts that were always there, in the novel that lead us towards the end to a logical conclusion.
Probably, as has happened to me before, in this short text I cannot explain entirely what I wish about this novel. However, I think it is a book one should read carefully, patiently. If you have read it and feel as you can enrich this text, feel free (but must) to do it. Thanks for reading.

 Image: http://www.goodreads.com/book/show/12469.Tough_Guys_Don_t_Dance

domingo, 17 de noviembre de 2013

Sabina en Juárez



 Imagen: http://www.gruporadionet.com.mx/Nota.php?ID=71260

La primera vez que lo escuché yo era un adolescente. Fue en casa de Salvador Vélez, en Narvarte; ahí estábamos Victoria García Vidrios, Miguel Ángel Morales, Salvador y yo. Ya saben: ron, tabaco, risas… éramos buenos amigos. Y lo seguimos siendo pero la vida no separó. Recuerdo de esa noche a Miguel Ángel bailando Down on the corner, y la risa de Victoria y su tararear bajito aquellas canciones.
     Ya lo había oído antes, por supuesto, pero no lo había escuchado. Esa noche comprendí la diferencia. Canciones extrañas, llenas de “ces” y “zetas”, en las que un hombre hablaba de ducados arrugados y un restorán chino cercano. ¡Ingenuo de mí!, aún pensaba que un ducado era sólo una divisa y, además, corriente. Y cuando el ron dejó de trasegar y las luces se apagaron, tuve la certidumbre de que esas letras eran un cabo del cual valía la pena tirar para encontrarle sentido a una adolescencia que se alejaba a pasos agigantados,  y tiré de él. Empecé a devorar discos. Iba a esa casa con casetes Sony vírgenes y regresaba con las grabaciones de los CD (algo nuevo para mí, sorprendente entonces), a escucharlos interminablemente en casa de mi padre.
     Así nacen los amores eternos. Y éste ha pasado por malas rachas, pero perdura como una vieja herida de los huesos, de esas que no acaban por sanar, de las que dice Taibo II, son tan duraderas como uno.
     ¿Qué fue lo que me atrajo de esa música? Es algo tan difícil de definir como el amor que siento por mi mujer. Puedo decir, sin embargo, que me mostró a la par que La tregua de Benedetti, Rayuela de Cortázar, Manhattan Transfer de dos Passos, que hay otro modo de ver la vida. Mi generación estaba inmersa en la mediocridad, escuchábamos música que pretendía revivir los fantasmas de César Costa y de Julissa, de Enrique Guzmán y de José José mientras ahí estaban Nicola di Bari, Alfredo Zitarrosa, Silvio, Milanés, Edith Piaf, esperando a ser escuchados, redescubiertos (No. Es impreciso: revalorados suena mejor, pretencioso, pero mejor). Los adolescentes escuchaban a Timbiriche, a los Hombres G con sus letras plagadas de groserías que la radio mexicana censuraba (no fuera a ser que la juventud mexicana se corrompiera o, peor, que despertara del letargo que la generación de mis padres nos heredó). Los más aventurados de mi generación escuchábamos las canciones “de protesta” de Óscar Chávez, a Serrat. Y los que teníamos nostalgia congénita a Ella Fitzgerald, a Glenn Miller, a Duke Ellington, Sachmo, Bird…
     Pero esto era diferente. Esto tenía sentido. Este hombre tenía la virtud de haber estado en los mismos lugares que yo pero, a diferencia de mí, también la capacidad de poder expresar con palabras lo que yo era incapaz de decirme a mí mismo. O cuando menos, eso pesaba entonces.
     Por supuesto, no faltaron conocidos que me miraban como un bicho raro, argumentando que aquello era una porquería. Hubo un tío mío que me dijo, incluso, que esas letras eran demasiado “rebuscadas”. Tal vez se refería a que las rimas le parecían demasiado forzadas, o que usaba palabras que él no conocía. No lo sé. Pero su argumento se vino por tierra cuando dijo que las rimas de José Luis Perales eran más armónicas. Nada de esto me importó. Adolescente aún, al fin y al cabo, esas críticas (que yo me tomaba personales) reforzaron mi otredad. Pero no como una marca al estilo de Hesse que me resaltaba entre los otros, sino que, como la marca de Caín, me hacía parte de una cofradía.
     Cuando escuchaba ¿con qué ley condenarte/si somos juez y parte/todos/de tus andanzas?, me sentía, sino seráfico, por lo menos suficientemente inteligente como para no prejuzgar. Cuando oía cuando tus labios amenazan/con devorarme el corazón/enciendo la señal de alarma/y escapo en otra dirección deseaba tener unos labios que me alarmaran y un sombrero que colgar en un perchero.
     (La tentación de incluir sus letras en este texto y hacerlas pasar como mías es muy grande, pero me resisto. Podría escribir, parafraseándolo: Y así, crecí volando y la adolescencia quedó atrás… o cosas parecidas, como algunas que uno lee en los periódicos después de uno de sus conciertos, o cuando publica un nuevo disco. Pero me parece un recurso que, más que ingenioso, es muy pobre).
     Con el paso del tiempo y la llegada de la Universidad, vino otro buen amigo. Alejandro Arellano y yo nos afirmamos en nuestra camaradería, dice él, porque nos conocimos recitando sus canciones. Aunque la anécdota es cierta (estábamos en el salón de clases y nos retábamos recitando una estrofa cada uno), se aleja de la verdad, es imprecisa. Baste decir que esas canciones nos afirmaron como lo que somos hoy, pero que nuestra amistad nació en otros términos que no hemos de discutir aquí. Ese mismo gusto por esta música me distanció de otros que pudieron ser mis amigos. Por decir lo que pienso sin pensar… les dije que la tentación era muy grande.
     Y, con la Universidad, vino esta cosa que llaman amor. Y las canciones parecían expresar exactamente lo que yo quería y que sufrían los mismos dolores. Me hacían reír y me hacían feel blue. Mis casetes se perdieron casi todos (aún conservo algunos, de esos años, que debo rescatar periódicamente del librero de mi esposa, y que sigo escuchando) y mi nulo poder adquisitivo me alejaron de los discos nuevos.
     Dije antes que hubo malas rachas. Esa situación comenzó como Sabina y Páez y terminó con Sabina y Serrat en Luna Park. En el medio, hay un gran vacío de sus canciones. Discos que no he escuchado, canciones que he oído a partes, sin que acaben por gustarme, eventos de los que no me he enterado. Han sido años de pausa, en los que mis gustos buscaron que me gustaran otras cosas, que oyera nueva música, que leyera otros libros a la par que vivía en una cultura diferente. Pero nos reencontramos hace menos de un mes.
     El día que en México está marcado como el Día del Médico, el veintitrés de octubre, a las veinte horas, en el Centro cultural Paso del Norte, lo vi de nuevo. Ya había estado yo presente en tres de sus conciertos, una vez en el Palacio de los deportes y otras dos en el Auditorio Nacional, en México. Pero esta vez, él veía, no era yo quien iba a verlo. La noche que me enteré que vendría a Juárez fue la misma que compré los boletos. Era una cita largamente esperada, no sólo por la ciudad, o la región norte del país, sino por mí. Era una cita particular. Y no sabía bien a bien qué esperar: ¿y si cantaba las canciones de los discos nuevos, de los que no me gustaron, y si cantaba canciones que yo no me sabía?
     Un escenario pequeño, íntimo. De fondo, una ciudad pintada que bien podría ser una mezcla entre Barcelona y El Paso. Dos de los músicos habituales, Pancho Varona y García de Diego, tan queridos como el mismo Sabina, genios malévolos detrás de sus arreglos, hermanos amorosos que corrigen los errores del benjamín, que suplen sus faltas. Una hermosa corista con un falsete para el flamenco capaz de enverdecer de envidia a cualquiera. Un baterista que me parece ha estado con Sabina largo tiempo. Un guitarrista nuevo con el cantante, pero bastante corrido en los escenarios, con muchas tablas, todos, pues. Y al centro, exactamente al centro del escenario, frente a mí, con un traje de colores que hicieron recordar sus conciertos de los años ochenta, un Joaquín Sabina algo más canoso, algo más viejo, mucho más ajado, pero exactamente igual a como lo vi la primera vez. Sonriente, feliz, con el gesto de quien se encuentra con sus viejos amigos después de muchos años.
     El concierto no me decepcionó. Pero pasaba algo: la gente llegó al centro cultural vestida como si de una noche de gala se tratara: jovencitas con tacones tan altos como sus peinados, señores con corbata, yo mismo, de traje, y otros (los menos) con las garras que suelen usar los domingos para hacer la faena en casa. Acaso, pensé, esta exhibición de ropajes elegantes es reflejo de la necesidad que tenemos en estos lares de espectáculos de calidad, como se engalanan en los pueblos cuando llega el nuevo doctor, o cuando es el día del santo patrono. También es posible, pensé, que los ropajes obedecieran a que era miércoles y muchos salimos del trabajo hacia el concierto.
     Dentro del teatro, la música sonaba y la gente cantaba pero todos, muy civilizados, permanecíamos sentados. Aplaudíamos, reíamos, coreábamos, cantábamos pero sentados. ¿Qué pasaba? Hasta que sonó Princesa, y luego, Conductores suicidas y luego Pastillas para no soñar. ¡Hombre, que era un sueño! Las canciones viejas, las que nos enamoraron de Sabina hace veinte años, las que acompañaron nuestra juventud, ¡ésas eran las que quería escuchar y esas fueron las que escuché! Y así, durante cerca de dos horas en las que estuve deseando inmensamente una copa de ron y un cigarro, sentado junto a la mujer que comparte mi vida, me reconcilié con muchas cosas de mi vida, recordé muchas de las viejas normas que me guiaron, de los dogmas que me marcaron, de los senderos del pensamiento que me llevaron a ser lo que soy. Recordé sentimientos, sufrí por recuerdos, me alegré de los hechos del pasado, me sentí nuevamente irreverente, pleno, capaz de hacer cosas, destacado entre la multitud, vivo.
     Y fue entonces, escuchando a Joaquín Sabina en mi Ciudad Juárez, que comprendí que el infierno puede ser el paraíso visto desde otro ángulo.