Llovía.
Era una lluvia pertinaz y cruda, de esas que sólo pueden suceder en Ciudad de México. Constante, sucia, gris más allá del gris del cielo.
Como si llovieran cenizas.
Estaba parado detrás del ventanal del balcón. Pensaba. Aunque, no. En realidad, recordaba.
La vida estaba hecha de jirones de escenas y momentos vividos antes: la casa paterna, con su pasillo una vez lleno de helechos y macetas y luego derruido por la soledad, por la falta de interés; la neblina en aquella escuela donde cursó su primer año de universidad; los días de sol radiante cuando ella estaba con él; luego… de nuevo la lluvia de una tarde en que se reunió con ella, sonriente, esperando un reencuentro y en que se dio de frente conque que ella se sentaba como una adolescente en las piernas de ese otro venido del pasado, de un pasado que no era el suyo.
El dolor, la vergüenza, el alcohol, el vómito, el dolor, el sentirse excluido de esa vida que pretendió compartir y que se le negaba.
Encendió un cigarrillo. Y recordó: si no fuera porque no podía dejar de fumar, bien podría dejar de fumar. Pero eso lo leyó en una novela policiaca y cayó en la cuenta que jamás había hecho nada original. Claro (se consoló): la vida está hecha de jirones de…
Pero el nombre de ese tipo le regresaba a la cabeza como un insulto (él lo sentía como un insulto), repetitivo, soez, vulgar, ni siquiera un nombre de verdad, sólo un apócope.
A lo lejos sonó una sirena. Estaba harto.
Caminó hacia su cama y trató de dormir.
Aunque sabía, por experiencia, que sería inútil.