lunes, 27 de julio de 2009

Pueblo de madera


Por Ricardo Marcos-Serna

San Miguel de Cruces es un pueblo en la sierra de Durango que tiene un aserradero en el que trabaja casi toda la población.
Tal vez por el frío que cala hasta los huesos, tal vez por escapar de la cotidianeidad de sus amores conyugales, tal vez porque no hay otra cosa que hacer, los maridos engañan a sus mujeres quienes, sumisas, desean en silencio a otros hombres sin atreverse del todo a pagar con la misma moneda la traición que sufren.
Pero no son las pasiones de los adultos las únicas que se muestran como la bruma, sino también las de los niños que, una vez acabada la escuela primaria, se ven ante la posibilidad de seguir estudiando o de comenzar a trabajar en el aserradero.
Dos de estos niños son amigos entrañables y pasan su tiempo libre en dos actividades primordiales: pasear por los bosques de la sierra, imaginando que los atacan tigres de bengala y en el cine, soñando, mientras ven las imágenes en blanco y negro, que es El Santo, Enmascarado de Plata, quien los salva del tigre que los acechaba en el bosque.
En un pueblo aislado de las comunidades más grandes, poco hay que hacer para la juventud, aparte de cortar troncos. El salón de billar, las cervezas que saben a gloria a pesar del frío o por el frío mismo, los salvan del hartazgo. Esperan con ansia los bailes de salón (un bodegón con suelo de tierra apisonada) en el que un cuarteto de música de polka los anima y ellos bailan con mujeres que no siempre son sus esposas. Y sueñan. Uno de ellos sueña que se encuentra en la sierra con su ídolo, Mario Almada, transmutado en villano al estilo del viejo oeste, con una gabardina de cuero, colt al muslo, sombrero de ala ancha como el de Rolando de Gilead, un pistolero, pues, que le dice:
-No, muchacho… yo maté a tu padre, pero no fue a traición. Fue de frente, como a los hombres.
El que sueña con el duelo usa un pañuelo anudado al cuello, negro como su chaleco que contrasta con la inmaculada camisa. El bigote recortado y fino tiembla ligeramente por la indignación que atizan las palabras de ese viejo pistolero. Al fondo, los peñascos servirán de marco para la escena de western que viene.
-Desenfunde.
El viejo pistolero, impertérrito, responde:
-Ya estoy cansado de pelear, muchacho.
Esto no se puede tolerar, piensa el novel pistolero. Iracundo pero guardando la compostura, le dice, con desprecio:
-Es usted un cobarde…
La mano rápida del pistolero ha soltado la cintilla de cuero que rodea el martillo de su colt, en un movimiento elegante y natural.
-Si así lo quieres… -dice con sorna, sabedor de su superioridad. Ambos dan pasos cautos hacia atrás, cinco, seis, sin quitarse las miradas de encima. Están a distancia apropiada. Este San Miguel de Cruces es demasiado chico para los dos…
Como en cada pueblo y en cada barrio, en San Miguel de Cruces hay un loco, un borracho y un poeta. El Malecho es el loco del pueblo. Dicen que trabajaban en un mineral cuando era muchacho y que la mina se vino abajo con él dentro. Tardaron días en rescatarlo y cuando salió sorprendió a los hombres por el simple hecho de estar vivo. Pero más los sorprendió el que les hablara con una voz que ya no era de muchacho, sino de hombre. ¿Qué dijo? Eso no es importante. Ahora, años después, El Malecho vive de las dádivas de una buena mujer que le regala lonches, menudo, cecina, un taco. Ella es la dueña de la fonda del pueblo. El Malecho la ha soñado embarazada a pesar de que ella debe tener más de 60 años.
Un grupo de enmascarados camina pausadamente por las veredas de la sierra. Son seis y usan colores festivos: azul la máscara, roja la capa, amarillos los pantalones y todas las combinaciones posibles. Cargan rollos de lo que parecen ser mantas. Cuando pasan junto al Malecho, que los mira con veneración, parece que fueran en procesión… solemnes, silenciosos, con parsimonia. Extienden sus mantas en el suelo y comienzan a hacerse llaves, tomas de referee, candados al cuello, la Tapatía, la doble Nelson, la Quebradora… están practicando y soñando con que sus habilidades luchísticas los llevan a Durango, hasta México y, ¿por qué no?, hasta los Estados Unidos.
Un fuereño llegó a San Miguel de Cruces y consiguió posada en la casa de la tendera. Miserable estanquillo hecho, como es resto del pueblo, de madera completamente, oculta una casa de exquisito gusto campirano, con zoclos, duelas y techos de maderas nobles que la tendera oculta tras la fachada de miseria del tendajón.
El que sueño con ser pistolero ha comprado una Smith & Wesson 0.38 y se solaza con sus amigos disparándole a botella vacías de cerveza. Cuando encara a las malvadas Coronas, su ensoñación regresa… pero la película tiene el encanto de que no es la misma escena repetida, sino la misma secuencia re-actuada. Y cada vez que el personaje se ensueña con ella, debieron re-actuarla y jamás repiteron más que los diálogos. Después de tirar y acertar a su blanco, uno de sus amigos, el borracho del pueblo, le insinúa un robo.
El fuereño sale de la casa del fotógrafo al que le ha encargado una foto retocada de esa mujer a la que su esposo engaña cuando es detenido por la Judicial del Estado. En una escena surrealista, donde los actores son sólo siluetas recortadas contra una pared de madera a través de la cual se filtran los rayos del sol, el fuereño es golpeado para sacarle una confesión. Pero él no ha sido el ladrón, sino los otros, los de la pistola. El borracho del pueblo, otro más de los personajes sin nombre de esta película, paga en la fonda con una moneda de plata de las que fueron robadas en la tienda.
Al ser detenido y llevado al mismo potrero donde el fuereño fue golpeado, confiesa quién le acompañó en el robo. Así, el que sueña con ser pistolero decide escapar gracias a que uno de los niños del pueblo le avisó que su amigo estaba siendo detenido por la policía. Él confiesa haber robado junto con el detenido y se va a la aventura seguido por el poeta del pueblo quien decide partir en esa aventura ya que él no tiene nada en ese pueblo.
Todas estas historias y cerca de una docena más que son narradas simultáneamente son contadas alrededor de la historia de dos de los niños que se graduaron de la escuela, uno de los cuales será metido a trabajar al aserradero para ayudar con el gasto de la casa y el otro irá a Durango a seguir estudiando.
Esta película escrita y dirigida por Juan Antonio de la Riva y Francisco Sánchez, fue la tesis de de la Riva para graduarse de un centro de estudios cinematográficos que, honestamente, no recuerdo cuál.
Producida por IMCINE en 1990, Pueblo de Madera es una de las primeras y mejores cintas del llamado Nuevo Cine Mexicano que tuvo su auge a mediados de los 80 y principios de los 90 y fue merecedora del premio al mejor largometraje con mención especial del jurado en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, premio al mejor guión y el tercer premio coral del Festival Internacional de Nuevo Cine Latinoamericano, todos en 1990.
Más allá de los premios que se le hayan dado o dejado de dársele, es un excelente película llena de nostalgias propias y ajenas que sólo son describibles en el campo de la emoción y que, por tanto, quedan fuera del campo de la palabra.
Mirándola, uno vuelve a sentir el sabor del menudo, el olor de los bailes, la fragancia de los pinos, el frío en los huesos a pesar de un sol brillante. Habría que haber estado allí.

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