Quien esté libre de pecado...
Después de una acuciosa búsqueda por la calle de Donceles, tengo hambre, dijo el chismoso mayor. República de Belize, Correo mayor, Venustiano Carranza... y nuestros pasos nos llevaron -casualmente- a Pino Suárez, justo frente la puerta de vaivén de un abrevadero llamado el Caballo Negro. Un buen lugar como cualquiera del DF para saciar hambre y sed.
Entre el variopinto grupo de parroquianos destacan los siguientes.
La barra ha sido asaltada hace ya mucho rato por los habituales: tres viejos que, acaso, rejuvenecen contándose entre sí las mismas historias que desde hace años se saben de memoria pero que escuchan con la misma atención del primer día y que, cercanos a la puerta, obstruyen el paso de los recién llegados. Éstos, por su parte, deben sortear, además de a los viejos, a dos vendedores callejeros que han entrado para mitigar con cerveza el fragor de una mañana de gritos ofertando, en un país lleno de maquilas, productos chinos de dudosa manufactura. Más hacia el fondo el lector puede ver un interesante cuarteto: sus físicos no aportan datos sobre su oficio -aunque, si el lector presta ateción, se dará cuenta de que de los diecisiete acodados en la barra, doce tienen un diámetro suficiente para que sean considerados obesos; esto, sin embargo, no parece hacer mella en los demás clientes, acaso porque en las mesas hay un número igual o mayor de obesos quienes, conscientes del riesgo que esto representa, han decidido sentarse para no someter sus maltrechas rodillas al estrés-; de entre el cuarteto resalta particularmente un hombre que ronda los treinta años; sus ojos verdes son insuficientes para compensar con su rareza un defecto más evidente, la agenesia glútea que sufre y que, no obstante, no parece molestarle. Finalmente, si a él no le importa, al lector no le causará mayor contrariedad. El mesero se ha acercado a nuestra mesa con las bebidas, una paloma y un mojito que, extrañamente, viene en tarro cervecero y no en vaso largo, como corresponde. Pasando por alto este hecho, nuestra vista se dirije a un hombre que ha entrado y se ha dirigido directamnete a las mesas ofertando una serie de productos que, esencialmente, deben ser propiedad intelectual de la Comisión Federal de Electricidad o de la Inquisición. Todos dan toques eléctricos: una pistola de imitación que, al ser amartillada, da toques a quien la empuña, una pluma que parece hecha por Q y que, al oprimir el botòn para sacar la punta, da toques y, finalmente, dos tubos de metal -que él entrechoca para llamar la atención de los osados- y que, conectados a un pequeño regulador de voltaje, dan toques. Vaya, el mismo tipo tiene una personalidad electrificante.
Ahora la atención se dirige a un hombre que merece ser descrito a detalle. En su metro y sesenta de estatura tiene una especie de fuerza contenida, su movimientos son pausados, casi calculados, a consciencia. Porta lentes negros, bigote de pachuco y ostenta una piocha infame. Debajo del sombrero de ala corta se asoma una mata de pelo oscuro, de chinos seguramente artificiales -con esa cara de natural de la Nueva España poco o nada debe tener el pelo rizado-, que luce brillante a fuerza de vaselina y champú de manzana. De una bolsa de plástico saca una camiseta polo gris y la oferta a los bebedores quienes, no sin cierta rudeza, la rechazan. La decepción del vendedor es evidente porque no ha podido conseguir el costo de su dosis de chiva del día. Sale, finalmente, buscando mejor suerte y, claro, nosotros se la deseamos de todo corazón.
Con el mismo vaivén de la puerta que el vendedor ha dejado, entra una pareja sorprendente. Por delante, él, con la camisa abierta los dos primeros botones (los latinos no nos abotonamos toda la camisa, pensamos) para que se aprecie el detente que lo librará de las envidias: un cristo de un metal blanquecino que no parece plata, sino acero vil. Casi arrastrando de la mano trae a una dama. De ella no podemos ver más que un ramo de rosas -sólo tres porque es el día de las madres y las flores están carísimas-, y la fugaz silueta que él, sabedor de lo que es una concurrencia como ésta, salvaguarda de la mirada de los lobos de la barra y las mesas. Se van al fondo del local y no reaparecerán pronto.
El cuarteto merece una nueva mirada. Uno de ellos, ya se dijo, oculta sus carencias con un pantalón de mezclilla, otro tiene aspecto de oficinista, con el pantalón de vestir de nylon, camisa que le queda una talla más pequeña de lo debido y unos zapatos sucios. El otro queda oculto por el de mezclilla, pero es evidente que tienen el mismo puesto. El cuarto no sólo integra este grupo, sino que lo observa desde dentro. Su traje azul de mal corte evidencia su origen más que sus pelos peinados como mango chupado. Es claro que Maripaz lo engaña, que él es mal amante, que ella le miente y él le asegura un amor que dejó de sentir al decir sí, acepto. Aún cuando parece ser compañero de los otros tres, es casi seguro que no es su amigo y que está allí, con ellos, por primera vez. Su mirada pasa de un hablante al otro con más esfuerzo que interés. La cerveza en su mano se ha acabado hace rato, pero él sigue llevándose la botella vacía a la boca y sus pies apuntan hacia la salida, no hacia la barra. Ocasionalmente asiente o sonríe, pero no habla.
En la vitrina del refigerador donde se guardan las carnes frías -en este local se venden tortas, las cuales le recomendamos-, se reflejan dos tipos bastante calvos y traqueteados por la vida, pero que, evidentemente y sin lugar a la menor duda, son amigos y se entretienen describiendo a los otros. Una nueva paloma y otro mojito.
Y aquí es donde cambia todo el panorama.
Ha entrado una pareja en sus altos cuarentas. Ella viste de blusa amarilla y usa lentes. Él le ha cedido el paso hasta la mesa pero allí muere su caballerosidad: en lugar de escoltarla a la mesa y acomodar su asiento, se ha detenido ante el cuarteto. Ellos, sorprendidos como gendarmes pillados fumando en sus puestos por su sargento, recomponen la figura y saludan con deferencia al hombre (traje gris, camisa azul añil, pelo corto negro que se confunde con su tez morena) quien, después de darles una palmadita cómplice, camina hasta la mesa y se sienta. Ella ya ha pedido un tequila, acto de autoridad. Él pide una cerveza en botella, acto de sumisión. Seguramente son jefa y empleado. Él le ha dicho: Jefa, la invito a comer y ella ha aceptado. El hecho demostrado por él a detenerse ante sus subordinados, es un acto de humildad, así ellos no dirán, eh, amigo, pasaste con la jefa y ni saludaste. Ahora el lector, al igual que lo narradores, se enfoca en esta pareja. Ella mira en derredor con interés superficial; este no es el lugar adecuado para ser vista con un subordinado por razones evidentes como el cura, el qué dirán, las apariencias, la fama de mujer fácil que los empleados le colgarán como un milagrito a un santo. Por supuesto, tiene el lector razón: él quiere acostarse con la jefa, tergiversación de los roles de oficina, entuerto dantesco, agravio a la tradición del avance laboral en las oficinas del centro de esta Ciudad de Mèxico, genitales por promociones, placer fingido, eres única, jamás había tocado una piel así, eres una màquina, cuánto te pagaron por matarme, a cambio de éste es su nuevo puesto, el señor R. será mi asistente personal, pase usted a su nueva oficina que se ve desde la mía. El cuarteto los mira de tanto en tanto con cierta sorna que oculta una envidia burda. Tú te chingarías a la jefa por un acenso, jamás, cómo crees, pues yo sí, ah, no, y por qué no lo has hecho, jaja y salud, pobre arrastrado, míralo, si está refea, revieja, rejefa. Él tiene dos hijos en edad de bachiller y necesita más dinero. Ella está aburrida de su marido, un tipo que lleva a la cantina a sus subordinadas. Es un trato justo. Se gustan poco, pero se gustan. Saben que obtendrán un beneficio mutuo, el calor que no halla en su propia cama y los pesos para pagar el carro de la nena.
pero nos interrumpe una visión fugaz que habíamos visto antes. aquella pareja del crucifijo y la cruz sale como exhalación del local. ¿Serán esposos, amantes, novios? ¿Sólo quiere acostarse con ella a cambio de una comida barata en una cantina? Pero ellos no son interesantes. Vuelva el lector la vista a la pareja de al lado.
En una cantina, cada mesa o grupo de gente vive en una burbuja de sonido. Y la de ellos revienta dejando escapar una frase que causa desconcierto:
- Mi amor, qué rico caldo gallego, qué picadillo y qué asado de puerco... casi como el de mi suegra. Por cierto, ¿ya le hablaste a tu madre para decirle que ya vamos por los niños? Es día de la madre y no es un ben regalo cuidar niños ajenos.
Oh, sorpresa para dos vouyeristas de cantina. Otro potencialmente tórrido romance prohibido frustrado por la monótona realidad de esta ciudad.
Ricardo Marcos-Serna / Salvador Vélez Rodríguez
Ciudad de México
10 de mayo de 2013
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