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La primera vez que lo escuché yo era un adolescente. Fue en
casa de Salvador Vélez, en Narvarte; ahí estábamos Victoria García Vidrios,
Miguel Ángel Morales, Salvador y yo. Ya saben: ron, tabaco, risas… éramos
buenos amigos. Y lo seguimos siendo pero la vida no separó. Recuerdo de esa
noche a Miguel Ángel bailando Down on the
corner, y la risa de Victoria y su tararear bajito aquellas canciones.
Ya lo había oído antes, por supuesto, pero no lo había
escuchado. Esa noche comprendí la diferencia. Canciones extrañas, llenas de
“ces” y “zetas”, en las que un hombre hablaba de ducados arrugados y un
restorán chino cercano. ¡Ingenuo de mí!, aún pensaba que un ducado era sólo una
divisa y, además, corriente. Y cuando el ron dejó de trasegar y las luces se
apagaron, tuve la certidumbre de que esas letras eran un cabo del cual valía la
pena tirar para encontrarle sentido a una adolescencia que se alejaba a pasos
agigantados, y tiré de él. Empecé a
devorar discos. Iba a esa casa con casetes Sony vírgenes y regresaba con las
grabaciones de los CD (algo nuevo para mí, sorprendente entonces), a
escucharlos interminablemente en casa de mi padre.
Así nacen los amores eternos. Y éste ha pasado por malas
rachas, pero perdura como una vieja herida de los huesos, de esas que no acaban
por sanar, de las que dice Taibo II, son tan duraderas como uno.
¿Qué fue lo que me atrajo de esa música? Es algo tan difícil
de definir como el amor que siento por mi mujer. Puedo decir, sin embargo, que
me mostró a la par que La tregua de Benedetti, Rayuela de Cortázar, Manhattan
Transfer de dos Passos, que hay otro modo de ver la vida. Mi generación estaba
inmersa en la mediocridad, escuchábamos música que pretendía revivir los
fantasmas de César Costa y de Julissa, de Enrique Guzmán y de José José
mientras ahí estaban Nicola di Bari, Alfredo Zitarrosa, Silvio, Milanés, Edith
Piaf, esperando a ser escuchados, redescubiertos (No. Es impreciso: revalorados
suena mejor, pretencioso, pero mejor). Los adolescentes escuchaban a
Timbiriche, a los Hombres G con sus letras plagadas de groserías que la radio
mexicana censuraba (no fuera a ser que la juventud mexicana se corrompiera o,
peor, que despertara del letargo que la generación de mis padres nos heredó).
Los más aventurados de mi generación escuchábamos las canciones “de protesta”
de Óscar Chávez, a Serrat. Y los que teníamos nostalgia congénita a Ella
Fitzgerald, a Glenn Miller, a Duke Ellington, Sachmo, Bird…
Pero esto era diferente. Esto tenía sentido. Este hombre
tenía la virtud de haber estado en los mismos lugares que yo pero, a diferencia
de mí, también la capacidad de poder expresar con palabras lo que yo era
incapaz de decirme a mí mismo. O cuando menos, eso pesaba entonces.
Por supuesto, no faltaron conocidos que me miraban como un
bicho raro, argumentando que aquello era una porquería. Hubo un tío mío que me
dijo, incluso, que esas letras eran demasiado “rebuscadas”. Tal vez se refería
a que las rimas le parecían demasiado forzadas, o que usaba palabras que él no
conocía. No lo sé. Pero su argumento se vino por tierra cuando dijo que las
rimas de José Luis Perales eran más armónicas. Nada de esto me importó.
Adolescente aún, al fin y al cabo, esas críticas (que yo me tomaba personales)
reforzaron mi otredad. Pero no como una marca al estilo de Hesse que me
resaltaba entre los otros, sino que, como la marca de Caín, me hacía parte de
una cofradía.
Cuando escuchaba ¿con
qué ley condenarte/si somos juez y parte/todos/de tus andanzas?, me sentía,
sino seráfico, por lo menos suficientemente inteligente como para no prejuzgar.
Cuando oía cuando tus labios amenazan/con
devorarme el corazón/enciendo la señal de alarma/y escapo en otra dirección deseaba
tener unos labios que me alarmaran y un sombrero que colgar en un perchero.
(La tentación de incluir sus letras en este texto y hacerlas
pasar como mías es muy grande, pero me resisto. Podría escribir,
parafraseándolo: Y así, crecí volando y la adolescencia quedó atrás… o cosas
parecidas, como algunas que uno lee en los periódicos después de uno de sus conciertos,
o cuando publica un nuevo disco. Pero me parece un recurso que, más que
ingenioso, es muy pobre).
Con el paso del tiempo y la llegada de la Universidad, vino
otro buen amigo. Alejandro Arellano y yo nos afirmamos en nuestra camaradería,
dice él, porque nos conocimos recitando sus canciones. Aunque la anécdota es
cierta (estábamos en el salón de clases y nos retábamos recitando una estrofa
cada uno), se aleja de la verdad, es imprecisa. Baste decir que esas canciones
nos afirmaron como lo que somos hoy, pero que nuestra amistad nació en otros
términos que no hemos de discutir aquí. Ese mismo gusto por esta música me
distanció de otros que pudieron ser mis amigos. Por decir lo que pienso sin
pensar… les dije que la tentación era muy grande.
Y, con la Universidad, vino esta cosa que llaman amor. Y las
canciones parecían expresar exactamente lo que yo quería y que sufrían los
mismos dolores. Me hacían reír y me hacían feel
blue. Mis casetes se perdieron casi todos (aún conservo algunos, de esos
años, que debo rescatar periódicamente del librero de mi esposa, y que sigo
escuchando) y mi nulo poder adquisitivo me alejaron de los discos nuevos.
Dije antes que hubo malas rachas. Esa situación comenzó como
Sabina y Páez y terminó con Sabina y Serrat en Luna Park. En el medio, hay un
gran vacío de sus canciones. Discos que no he escuchado, canciones que he oído
a partes, sin que acaben por gustarme, eventos de los que no me he enterado.
Han sido años de pausa, en los que mis gustos buscaron que me gustaran otras
cosas, que oyera nueva música, que leyera otros libros a la par que vivía en
una cultura diferente. Pero nos reencontramos hace menos de un mes.
El día que en México está marcado como el Día del Médico, el
veintitrés de octubre, a las veinte horas, en el Centro cultural Paso del
Norte, lo vi de nuevo. Ya había estado yo presente en tres de sus conciertos,
una vez en el Palacio de los deportes y otras dos en el Auditorio Nacional, en
México. Pero esta vez, él veía, no era yo quien iba a verlo. La noche que me
enteré que vendría a Juárez fue la misma que compré los boletos. Era una cita
largamente esperada, no sólo por la ciudad, o la región norte del país, sino
por mí. Era una cita particular. Y no sabía bien a bien qué esperar: ¿y si
cantaba las canciones de los discos nuevos, de los que no me gustaron, y si
cantaba canciones que yo no me sabía?
Un escenario pequeño, íntimo. De fondo, una ciudad pintada
que bien podría ser una mezcla entre Barcelona y El Paso. Dos de los músicos
habituales, Pancho Varona y García de Diego, tan queridos como el mismo Sabina,
genios malévolos detrás de sus arreglos, hermanos amorosos que corrigen los
errores del benjamín, que suplen sus faltas. Una hermosa corista con un falsete
para el flamenco capaz de enverdecer de envidia a cualquiera. Un baterista que
me parece ha estado con Sabina largo tiempo. Un guitarrista nuevo con el
cantante, pero bastante corrido en los escenarios, con muchas tablas, todos,
pues. Y al centro, exactamente al centro del escenario, frente a mí, con un
traje de colores que hicieron recordar sus conciertos de los años ochenta, un
Joaquín Sabina algo más canoso, algo más viejo, mucho más ajado, pero
exactamente igual a como lo vi la primera vez. Sonriente, feliz, con el gesto
de quien se encuentra con sus viejos amigos después de muchos años.
El concierto no me decepcionó. Pero pasaba algo: la gente
llegó al centro cultural vestida como si de una noche de gala se tratara:
jovencitas con tacones tan altos como sus peinados, señores con corbata, yo
mismo, de traje, y otros (los menos) con las garras que suelen usar los
domingos para hacer la faena en casa. Acaso, pensé, esta exhibición de ropajes
elegantes es reflejo de la necesidad que tenemos en estos lares de espectáculos
de calidad, como se engalanan en los pueblos cuando llega el nuevo doctor, o
cuando es el día del santo patrono. También es posible, pensé, que los ropajes
obedecieran a que era miércoles y muchos salimos del trabajo hacia el concierto.
Dentro del teatro, la música sonaba y la gente cantaba pero
todos, muy civilizados, permanecíamos sentados. Aplaudíamos, reíamos,
coreábamos, cantábamos pero sentados. ¿Qué pasaba? Hasta que sonó Princesa, y
luego, Conductores suicidas y luego Pastillas para no soñar. ¡Hombre, que era
un sueño! Las canciones viejas, las que nos enamoraron de Sabina hace veinte
años, las que acompañaron nuestra juventud, ¡ésas eran las que quería escuchar
y esas fueron las que escuché! Y así, durante cerca de dos horas en las que
estuve deseando inmensamente una copa de ron y un cigarro, sentado junto a la
mujer que comparte mi vida, me reconcilié con muchas cosas de mi vida, recordé
muchas de las viejas normas que me guiaron, de los dogmas que me marcaron, de
los senderos del pensamiento que me llevaron a ser lo que soy. Recordé
sentimientos, sufrí por recuerdos, me alegré de los hechos del pasado, me sentí
nuevamente irreverente, pleno, capaz de hacer cosas, destacado entre la
multitud, vivo.
Y fue entonces, escuchando a Joaquín Sabina en mi Ciudad
Juárez, que comprendí que el infierno puede ser el paraíso visto desde otro
ángulo.
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