martes, 20 de enero de 2009

Pase a mi humilde morada I


Ricardo Marcos-Serna


Una noche de lluvia fina, en la calle República de Perú, número 77, en el Centro de México, la multitud se agolpa frente al templo del costal. Fuera, en la banqueta congestionada por peatones de todas las clases (mire usted acá: dos albañiles endomingados. Por allá: un grupo de militares de licencia. Más acá, detrás de nosotros: junto a la banqueta se ha detenido un Packard 1957, flamante, del que desciende, primero, como preludio, una pierna bien torneada enfundada en una media calada negra, luego, una falda parda que dibuja la silueta de una dama de alcurnia, con un abrigo de chinchilla que se moja y que el galán que baja con ella se apura a cubrir con un paraguas), puestos de comida callejera (espérese, luego de la función saldremos a comer tacos), una marchanta que a grito vivo promociona sus productos; allá, escondiéndose cada que el gendarme pasa cerca, un pelado que vende “té por ocho” centavos (con piquete, claro). Todos, sin distinción, están esperando que el local abra sus puertas. Todos tienen en la mano el pase a la felicidad, que le ahorrará el psicoanalista a las señoritas de clase y que sirve de anestésico al pobre que quiere gritar que ya está harto del patrón, o de la vieja, o de la pobreza, o de lo que sea. Los niños corretean por la calle sin que nadie les impida la libertad. Y claro, nosotros dos, usted y yo, esperando también. ¿Qué lo trae a usted a esta función? ¿Hartazgo? ¿Necesidad de sentirse anónimo? ¿Mal de amores? Porque a mí, verá usted…
¡Espere! Ya se abren las puertas. Entremos para alcanzar un buen lugar.
Dentro, un pasillo que desciende, una suave pendiente al final de la cual se mira un cuadrado encordado sobre el que cae un potente cono de luz. Aún está vacío. Mientras, las gradas se van llenado poco a poco, los más agraciados hasta rigside, los menos favorecidos al segundo piso. Por acá, sígame, acá están nuestros lugares.
¿Una cervecita mientras esperamos? Que sean dos, entonces. Sí, señor… le decía que estos eventos nos igualan. No hay una gran diferencia entre las clases sociales cuando estamos dentro del templo. Sólo hay dos clases aquí: buenos y malos, el bien y el mal, la oscuridad y la luz, científicos y malévolos, rudos y técnicos. Usted puede ser rudo en la arena y ser un cura en la calle. O puede ser un asesino fuera de aquí pero cuando entra se convierte en técnico. No importa. Lo esencial de este lugar es que usted puede codearse con cualquier pelagatos al mismo tiempo que se sienta junto a usted la esposa de un ministro. La lucha nos iguala.
Mire usted allá enfrente, en la tercera fila, sí, hombre… la pareja que está sentada detrás de esa señora copetuda. Mírelos. Él parece un empleadillo de oficina, bien peinado, con el traje usado pero limpio, la corbata brillosa, lo mismo que el sombrero. Ella parece una jovenzuela deslumbrada, ¿verdad? Probablemente sea la primera vez que salen juntos y él le vaya a proponer matrimonio. Sí, aquí, en la México. ¿Vio a esos tres señores que están en primera fila? Sí, esos de gabardina. Puede ser que se dediquen a policías secretos, o tal vez sean los matones de ese señor que está al lado de ellos, el del saquito blanco y pajarita negra.
A ver se viene a este lugar. Y hablando de ver… ¿escucha esa rechifla? Es por esas tres señoritas de buen ver que están entrando. Mire cómo las malorean esos pelados. Esa raza, tan malora. No, hombre. No les van a hacer nada, nomás las están chuleando. Además, si mira el gesto de ellas, parece que lo están disfrutando.
¡Mire, mire! La gente está volteando y abuchea hacia aquel pasillo. Eso significa que ahí viene…

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