lunes, 8 de noviembre de 2010

La mujer que llegaba a las seis


No me digan ustedes dónde están mis ojos: pregúntenme hacia dónde va mi corazón
Jaime Sabines

Puede usted imaginárselo, simplemente. No necesita saber su apellido; él es José, el cocinero que todos los días le sirve a usted el café, con las mangas remangadas, los brazos velludos debajo de los pliegues de la blanca camisa, las manos gruesas, sin anillos. El que siempre limpia la barra, exactamente donde ya estaba más limpia, con el mismo trapo amarillo humedecido en desinfectante. Delante de la barra con su cubierta de poliuretano, sillas giratorias, de vinil de color rojo oscuro, con rodete de aluminio. Limpias, claro, pero envejecidas. La barra iluminada por luces de tubo, blancas; dominándola, un reloj de cara blanca, manecillas negras y de borde metálico, marca las seis. Afuera, la claridad se abre paso poco a poco, o desaparece lentamente, según de qué seis estemos hablando.
Tal vez (sólo tal vez) si usted se para en la acera de enfrente y mira en dirección al restaurante –una isla de luz intensa en la oscuridad de los edificios del rededor–, verá a José limpiando con su trapo amarillo, detrás de un letrero de neón que brilla en el cristal y dice, sencillamente, café.
La mujer que ha entrado en el restaurante camina con soltura y cierto profesionalismo en el gesto. La delatan las zapatillas altas, el aire despreocupado con el que menea la bolsa que lleva en la mano, la falda (no demasiado corta) que ciñe sus caderas y sus largas y bellas piernas con medias negras. El cabello, demasiado suelto, parece un peinado de los ochenta, adelantado a su tiempo.
Cuando se sienta frente a José y mira el reloj, usted se acerca, desde la acera de enfrente y entra al restaurante. Las campanillas sobre la puerta no han sonado esta ocasión. Le llega el rumor de las voces.
-   … te has dado cuenta de nada.
Él se ha inclinado para encenderle un cigarrillo y, de  reojo, con pudor, amor, ternura y deseo mezclados, con la mirada de un adolescente, mira el seno de ella que el escote ha dejado entrever.
Hablan, pero dicen más con su actitud que la boca. Evidentemente, él está –o cree estar– enamorado de ella. Pero ella no. Claro que no. Ella disfruta la vida fácil y la estabilidad que el bueno de José le ofrece parece una oportunidad poco atractiva.
Pero eso es demasiado simple. Ella parece querer a José a su modo: como si viera en el cocinero a uno de sus pilares, por un lado, el que todas las mañanas le ofrece lo mejor de su hogar y sabe, dentro de sí, que José siempre va a estar esperándola. Por otro lado, ve a José no como un hombre, sino como a un perro que siempre va a estar menando la cola cuando ella legue a casa, sin importar si trae las manos manchadas de barro o sangre. No. A ella le gusta otro tipo de hombre.
Y José.. José parece estar harto de ella y de sus desplantes; de sus despechos, como el que le hace en este mismo momento:
- Qué horror, José. Qué horror… - la escuchamos decir y perdemos el hilo de la conversación. Pero miramos la espalda de José que está limpiando un anaquel. La espalda debe estar tan ruborizada y encolerizada como el resto del hombretón.
Y ahora hablan de homicidio.
- ¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ese y de todos los que han estado con ella?[1]




En 1950, Gabriel García Márquez escribió este cuentecillo que apareció, en México, en el libro Ojos de perro azul, publicado por editorial Diana, junto con La noche de los alcaravanes, Eva está dentro de su gato y otros cuentos. Parece una novelilla policiaca de pulp fiction, de esas que se publicaban en papel barato y que se editaban en Estados Unidos hasta mediado el siglo pasado; novelas baratas en contenido y material: historias simples, del tipo detectives enfrentados a misteriosos asesinos seriales, westerns, romances al mejor estilo de V. C. Andrews, con héroes como Kalimán y The Phantom Detective (quien, años después, daría origen a The Green Hornet). El material era, llanamente, pulpa de madera que era más barata que el papel. En la década de los cincuenta un pulp costaba diez centavos de dólar mientras que una revista de papel tratado costaba veinticinco centavos.
Claro: siempre hay más cosas detrás de la literatura que la historia impresa en el papel.


[1] García-Márquez G, La mujer que llegaba a las seis, en Ojos de perro azul, editorial Diana, México, 1987, página 104