lunes, 7 de noviembre de 2016

Vientos de cuaresma



Cuando pienso en Cuba vienen a mi mente no las imágenes de los alegres barbudos corriendo por la sierra viviendo una libertad utópica materializada, ni las imágenes de la decadencia apocalíptica que la falta del capitalismo trae para los isleños, sino las imágenes oscuras de Leonardo Padura
. No conozco la isla, por eso cualquier imagen que tenga de ella será la de los ojos de otros: la de los cubanos exiliados en Miami que dicen que los Castro y sus secuaces son el diablo y los rojillos mexicanos dicen que los Castro son la neta del planeta.
Cuando me llegó a las manos el primer libro de Leonardo Padura que leí (El hombre que amaba a los perros, ya reseñada en este espacio), la imagen de la isla que contaba era diferente a la que me había formado con lo que sabía de oídas.
(Hay que decir, antes de seguir escribiendo, que leer sobre un lugar es conocerlo a través de palabras de otros, impresiones idealizadas o satanizadas por el autor; otro modo de conocer de oídas).
Cuando empecé con los libros sobre Mario Conde, el policía investigador de Padura, la cosa cambió: la isla se perfiló como un lugar peligroso, sórdido a ratos, luminoso a trechos, de claroscuros, pues. El hecho de que la gente (en las novelas, eh) base parte de su felicidad en la disponibilidad de café o comida, a muchos nos parece algo terrible, impensable, exageración literaria, pero el pensar que una persona de veinticinco años de edad haya vivido siempre bajo un régimen de racionamiento en el que hay una cantidad de huevos por familia por semana y no más, es verdaderamente aterrador. Para los mexicanos es impensable no tener acceso a las cosas que queremos, a la comida que deseamos cuando la deseamos, al alcohol y el tabaco… es cierto que también somos pobres comparados con otras naciones, pero somos inmensamente ricos si pensamos en los personajes de Padura.
Mario Conde trata de sobrevivir a su constante desamor y a los antagonistas que la vida le va poniendo enfrente mientras Jose (no José, definitivamente), va describiendo platos de cocina española o tradicional cubana que hacen las delicias del Conde y el Flaco, Yoyi el Palomo y otros recurrentes amigos de Conde. El personaje es una sobreviviente, definitivamente.
Los casos que investiga son tan sórdidos o corrientes como los que se pueden leer en la nota roja de cualquier periódico mexicano: asesinatos pasionales, muertes por dinero, prostitución, corrupción, denigración humana expuesta para que la sociedad que la lee se sienta viva. Pero lo importante no es el caso en sí, sino como Padura describe la isla y a sus habitantes; como en toda la literatura, la narrativa es pieza central de la obra.
No voy a reseñar el libro. Nunca lo hago. Pero voy a recomendar que conozcan la isla de Cuba a través de los ojos de Leonardo Padura, un hombre que no dejó su tierra cuando muchos salieron de ella para no volver, para no sentir los racionamientos, para no vivir la burocracia de una revolución sostenida sólo por los gringos y su estúpido bloqueo, pero que la retrata crudamente, sin el barniz de la propaganda ni edulcorada por el estado.
Espero que lo disfruten más de lo que puedan haber disfrutado esta desangelada opinión.

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