miércoles, 8 de julio de 2009

La Idea


En principio, parece un acto de lo más sencillo: una idea plasmada en papel. Sin embargo, cuando se considera que el acto es mucho más que puro hecho, cuando se entiende que el resultado es el último eslabón de una cadena de eventos no aleatorios que iniciaron con la Idea, entonces uno comprende lo complicado que puede resultar.
Se comienza con una idea que puede estar relacionada o no al hecho a ser contado. Puede ser, por ejemplo, que la visión de un perro en la calle que lleva en el hocico un pan desencadene una secuencia de razonamientos representados por palabras que, al final, expliquen las diferencias entre las clases sociales de las colonias Voceadores y Del Valle de Ciudad de México. O puede ser que el hecho del perro que pasea con un pan en el hocico sea mencionado en la redacción como el simple momento en que un perro sin pretensiones pasea con un pan cualquiera en el hocico por una calle modesta. Pero puede suceder que la idea sea demasiado abstracta como para que pueda ser diáfanamente presentada al lector y se recurrirá, luego, a la treta de la representación simbólica o de la secuenciación de hechos aislados que culminen en un clímax unísono que sea, finalmente, la exposición de una tesis que apoye existencia de la idea o la destrucción de la idea misma.
Así, tenemos que entender que no es sencillo trabajar con ideas porque son la quintaesencia de lo abstracto. No se les puede moldear, golpear, malear, colar, tamizar, calentar, enfriar, sublimar, teñir, decolorar ni, de modo alguno, someter a ninguno de los verbos relacionados a las actividades artesanales. Sólo hay registro de un artesano de la idea que ideó a un artesano de ideas que, de hecho, simplemente se dedicaba, artesanalmente, claro está, a reparar cuentos.[1]
La Idea es, decíamos, materia no material del quehacer intelectual, del arte. Y su vehículo es, en uno de los siete casos, la palabra. La Idea puede ser difundida por otras vías, en forma de sonidos (arpegios, melodías, sones, estrofas), imágenes en movimiento (drama, comedia, acción, romance), formas estáticas (mármol, cantera, yeso, metal), colores (lienzo, piel, acuarela, aceite, carboncillo), cuerpos en movimiento (ballet, polka, pasodobles), diálogos actuados (monólogos, interlocuciones, luces, tramoyas) y, finalmente, símbolos escritos que, puestos en un orden determinado, adquieren un significado que, a pesar de los conscientes y grandes esfuerzos que el que los ordena realiza, puede ser interpretado de manera diametralmente opuesta a la que quiso imprimírsele originalmente.
Todo es consecuencia del símbolo. El símbolo que encierra la Idea.
Si, gracias al entrenamiento literario o una azarosa coincidencia, el escritor es capaz de definir su Idea, enfrentará el segundo paso de la creación: la elección de los símbolos escritos (léase: palabras) que han de ser vehículo para la transmisión de la Idea, fin último de este arte que es escribir. Así, el escritor (según mi cartesiano punto de vista) tiene algunas opciones que se ramifican, básicamente en dos, cada una: el lenguaje a utilizar ha de ser florido, plagado de circunloquios o sucintas alegorías gramaticales capaces, per se, de colocar al autor en el Olimpo de los rompeteclas. La vía alterna es la del lenguaje llano, al alcance de todo tipo de lector, el que usa palabras sencillas que representan las ideas claramente, sin frases domingueras y rebuscadas que nomás sirven para adornarse y que la raza diga: como que está demasiado elevado para mí…
Otra opción es que el escritor tenga absolutamente nada de respeto por las formas oficiales y que use el estilo que más le plazca tomando, como Rousseau, su partido en la historia. La contraparte de esta osada decisión será el apego a los cánones vigentes del estilo y las formas literarias (que no se puede usar la palabra figuras porque se refiere a otra cosa), siendo uno más del montón, escribiendo para los ilustrados de su tiempo.
Finalmente, diría Taibo II, todo es cosa de estilo. El estilo es personal, por supuesto, y cada quien que se atreva a tomar un pluma, teclado, máquina Olivetti Lettera 25, Mac o vulgar papel, dejará plasmado su estilo al escribir. No hay discusión en este sentido. El que ese estilo esté influenciado por otros escritores o la (casi nula) probabilidad de que se trate de un estilo completamente nuevo, me parece un tema suficiente para hacer un ensayo aparte.
En este momento contamos con tres elementos indispensables para escribir un texto, acaso los indispensables y únicos relevantes: la Idea, la Palabra y el Estilo. Esto sería suficiente para la mayoría de los neoescritores (como lo fue para mí y, probablemente lo haya sido para otros) si no existiera eso llamado ego. Derivado de este estorbo intelectual, el escritor puede plantearse los siguientes razonamientos: ¿Vale la pena escribir sobre este tema? ¿Gustará? ¿Será útil o será hecho garras, jirones, por los otros escritores? ¿Destrozará la crítica mi estilo de tal modo que en el futuro será incapaz de escribir siquiera la lista de la despensa? ¿Me interesa realmente que mi texto sea objeto de culto?
Como respuesta, específicamente a la última pregunta, he de decir que sí. Por supuesto que me interesa que mis ideas sean conocidas por otras personas y por eso las escribo, las digo y las repienso cada oportunidad. ¿Quién dijo que escribir para uno es un modo de escribir para la posteridad? Me interesa que mis ideas, las que yo considero útiles y correctas, sean difundidas a otras personas para que, en caso de que les sean suficientemente convincentes, ellas, a su vez, las difundan a otros individuos, agregándoles o quitándoles sentidos, comas, puntos, silencios… haciéndolas suyas y ajustándolas a su propia condición. De eso se trata la literatura: de la expresión libre de ideas escritas que puedan ser razonadas por otras personas.
Finalmente, escribir es un acto de gozo. Si nuestro estilo no es del agrado de todos, esa nimiedad puede obviarse si el contenido es útil, lo mismo que un contenido completamente vacío y carente de sentido puede colocarse en las listas de Best Sellers (en versión mexicana, todos los libros de Carlos Cuauhtémoc Sánchez –asco).
Sería bueno que muchos fuésemos los que escribiésemos sin temor a la censura, para poder compartir ideas, para no estar solos en el mar de las letras o, peor aún, en el de la ignorancia, para compartir nuestras alegrías y nuestras miserias con seres, sino iguales, cuando menos similares a nosotros mismos.

[1] Silva y Aceves M, El componedor de cuentos, en http://elcajondesastre.blogcindario.com/2006/05/00681-el-componedor-de-cuentos-mariano-silva-y-aceves-micro-cuento.html

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