Paco Ignacio Taibo II
Ciudad Juárez, Chihuahua. Un hombre silencioso cruza la frontera hacia el sur. Lleva una ajada maleta en la mano. En ella, seis botellas de vodka.
Ciudad de México. Muchos años después. Otra ciudad, más al sur. Un gordo periodista está enfundado en una camisa de fuerza. Busca desesperadamente librarse de ella no para conseguir la libertad de los cuerdos, sino para leer una carta.
Managua, Nicaragua, en la época de los contras. Las calles llenas de escombros y barricadas que la resistencia ha puesto antes de ser atacada por el gobierno. Un periodista arrastra a otro por la calle mientras se cubre la cara con un pañuelo, protegiéndose de los gases lacrimógenos. El otro sangra por la boca. Un taxi se les apareja y un hombre de traje blanco los auxilia, sonriendo.
New York, USA. Un hombre entra a su oficina a través de la ventana. Dentro, nadie se sorprende de la excentricidad del jefe que prefiere la salida de emergencia como acceso a una de las oficinas más secretas de la CIA.
Zacatecas, México. Un fotoperiodista judío toma la foto de una corresponsal del AP. Está desando acostarse con ella, pero las tradiciones parecen obstaculizarlo. No recuerda, en ese momento, que alguna vez sangró en Nicaragua.
El norte de México. Un enano con nombre de cantante de música tropical está a punto de secuestrar a otro hombre. Su ayudante es un cavernario enorme, prototipo del matón de película de los 50.
¡Mataron a Pancho Villa!, grita un niño en Parral, corriendo frente a la ventana donde Stan Laurel, son sus enormes orejas y su expresión ingenua, está a punto de matarse de borracho con vodka.
La carta dice que existe un insólito premio al periodismo otorgado por una fundación hasta el momento desconocida, que fue fundado por un actor y el abuelo de un gordo que suele ser fanático del escapismo.
El hombre del traje blanco puede ser agente de la CIA, de la re-contra, de Gobernación o de la KGB o de todos al mismo tiempo, pero siempre aparece, inmaculado, donde los dos periodistas lo necesitan. A veces da información, pero casi siempre les deja más dudas que respuestas.
Muchos meses después, en Acapulco, México, el flaco agente de la Central Intelligence Agency del gobierno americano está sentado junto a un narco mexicano, toando mojitos, mientras miran a un enano que toca las maracas para una rubia tetona.
El fotoperiodista judío ha olvidado a la reportera de Associated Press y recuerda que su abuelo, un psiquiatra (un joven médico judío que adivina el pasado y que no puede ver sangre), daba sesiones de rehabilitación a Harry Houdini.
Pancho Villa seguirá muerto, para vanagloria de Obregón y vergüenza de México.
Finalmente, todos los personajes se mezclaran alrededor de la historia de una narcotraficante enamorado de las rubias de senos grandes, brincando atemporalmente entre la historia de la CIA en Nicaragua, las manifestaciones políticas en México, las pirámides de Teotihuacán, la Fifth Avenue en New York, una viuda que reclama la cabeza de su amor eterno: Pancho Villa.
Taibo II, crítico como suele ser cuando hace novelas que no se tratan de Belascoarán (ya he dicho que sólo las primeras seis me parecen rescatables), hizo esta novela en 1990, y es tan alucinante que vale la pena leerla. Es divertida y, dentro de su desvarío, aporta datos entre líneas sobre el narcotráfico en México y sobre las intervenciones de USA en la política latinoamericana. Léala, que es divertida.
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