domingo, 9 de agosto de 2020

 Victorio - Wikipedia, la enciclopedia libre    El coronel Joaquín Terrazas…….Hoy 8 de... - Conoce México a ...   

 

La guerra apache en México

Filiberto Terrazas Sánchez

 

8ª edición, La Guerra apache en México/Filiberto Terrazas. Ciudad Juárez, Chih.  : Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 2010, 151 págs, 21 cm.

 Esta es la historia de un hombre cuyas fotografías muestran una cara ovalada, de frente ancha, ojos melancólicos, nariz gruesa, bigote airoso de tono grisáceo y mandíbula puntiaguda. Pero también es la historia de otros hombres que se enfrentaron al descrito y de sus tribus, también como la historia de los hombres que combatieron junto a él.

La historia que se nos cuenta comienza buscando las raíces de los Terrazas de Chihuahua en un tal Francisco de Terrazas, originario de Italia (con apellido Terraza [sic]) que llegó junto a Cortés a la Nueva España y que, según el autor, intercedió ante el conquistador para que cesara el tormento a Cuauhtémoc. El autor busca, en mi humilde opinión, justificar la realeza de su apellido que es el mismo que el de su biografiado (son parientes, a fin de cuentas) pero obvia que la gran mayoría de los que tienen un apellido español en este México somos, por ende, mestizos descendientes de españoles, así que no hay mérito en su justificación hecha, además en un lenguaje extremadamente poético que raya en la adulación descarada y abunda en lisonjas (aunque hay que entender que se publicó originalmente en 1972). El autor cae en el lugar común, durante su capítulo 1 (Linaje) en ensalzar al imperio azteca como el más grande de lo que sería América; lugar común, digo, que adula a una tribu beligerante que sometió por la fuerza a las tribus cercanas, conquistadores y asesinos insaciables a los que habría que poner en su justa dimensión y dejar de llamar a todo lo mexicano “azteca”.

Después de establecer la alcurnia del personaje, Terrazas nos cuenta la adolescencia de Joaquín, sus hábitos de mermador de la fauna por deporte, su relación estrecha con su abuelo paterno Roque Terrazas, sus andanzas por el territorio de Chihuahua y sus primeros contactos con la tradición oral sobre los apaches (término usado genéricamente para los nativos del norte del continente, desde Chihuahua hasta Canadá, que los gringos se apropiaron para su historia aun cuando muchas tribus eran nativas del territorio que hoy es México).

Se nos narra la romántica (en sentido literario) relación de Joaquín Terrazas y Rosalía Enríquez y se ensalza la figura del hombre que no fue partícipe de los excesos de su clan, como su primo Luis, sino que supo hacerse valer en el campo de batalla contra la intervención francesa y contra la apachería. Volveremos a esto pronto.

Los apaches, según el autor, a quien le encanta hablar de colores de piel, eran bárbaros, no una civilización nómada, fundada en criterios diferentes a los de los hispanos católicos y los ingleses protestantes, pero no por ello menos valiosos en su cultura. Sin embargo la diferencia cultural es lo que permitió su barbarización y promovió su exterminio a ambos lados de la frontera México-EEUU, describiéndolos en términos brutales: ferocísimos, sangrientos, bárbaros, chusma de ladrones, fieras, recios, indomables, montaraces, crueles, asesinos, un problema para la Colonia, sin decir que la Colonia era el problema para los nativos. Se fijó por parte del Estado el precio por la vida de los apaches: 200 pesos por cada guerrero muerto, 250 por guerrero prisionero, 150 pesos por india o menor de 14 años. Luego, los apaches son los bárbaros, ¿no? Además, el precio se pagaría por la cabellera de cada muerto. Esta campaña inició en 1855, en Chihuahua, cuando una partida de apaches llegó a orillas del Chuvíscar y asesinó a un pastor. Joaquín Terrazas, a petición del gobernador Luis Zuloaga, es encargado de seguir y batir a los indios, cosa que el señor Terrazas hizo durante varios años.

El Liberalismo había llegado a Chihuahua y José Eligio Muñoz y Pedro Ignacio Irigoyen fundaron el Instituto Científico y Literario, mientras el gobernador Antonio Ochoa expide la Constitución del Estado, acorde a la Federal.

Por ese momento, Joaquín Terrazas ha conseguido que los apaches entren en negociaciones de paz, pero al pasar por una hacienda, un ranchero hace al indio jefe Cojinillín la seña del degüello, con lo que los apaches escapan. Nuevas pláticas de paz en la hacienda de Estanislao Porras donde, por nerviosismo, los soldados disparan contra los apaches que se acercaban a la hacienda, matando a los jefes Venancio, José Nuevo y Agatón (nótense los nombres castellanos, no ingleses), con lo que la paz se ve rota de nuevo. Así, el recién estrenado teniente coronel Joaquín Terrazas se ve obligado a perseguir de nuevo a los indios.

El autor nos narra, en dos o tres capítulos, las peripecias de la República errante, durante la intervención francesa, pero comete, a mi juicio, el error de introducir el momento histórico con un párrafo que se centra en el color de la piel de Maximiliano y Juárez, uno rubio y aristocrático y el otro aborigen zapoteca. ¿Por qué esta necesidad de reducir todo a las diferencias fisionómicas?

Entra en escena Luis terrazas, primero un patriota, luego un codicioso oligarca, del que Juárez dudó, no así de Joaquín. Se nos cuenta, en estos capítulos, la esperanza que Chihuahua representó para el liberalismo, “Refugio de la libertad y custodia de la República” en palabras de Alberto Terrazas Valdés, en “feliz frase”, según el autor, quien nos narra los bailes y recepciones que se dieron a Juárez y su comitiva en Chihuahua, sede de los Supremos Poderes, donde Juárez escribe: los hombres somos nada, los principios lo son todo.

Bazaine manda a Brincourt a tomar Chihuahua y Juárez pide a Joaquín Terrazas ocultar en la sierra parque, municiones e imprenta. Los acompañantes de Terrazas lo abandonan y éste, herido (quién sabe por quién) es sanado por una pareja apache, Manto Negro y su esposa, llamada después Gertrudis. Terrazas explicó a Manto Negro la intervención Francesa y éste aceptó sumarse a la causa de la República, bajo el nombre de Manto Negro Jari o simplemente Jari, quien al poco conocerá personalmente a Juárez. Ahora es De Castagny quien ordena a Billot tomar Chihuahua pero los franceses fracasan y salen del estado dejando una guarnición de traidores imperialistas a cargo de “Juan Ramírez y un Carranco de Durango como jefe político”. Contra ellos se libraría la batalla por Chihuahua en la que, del lado republicano, pelearon Sóstenes Rocha, Félix Díaz, Luis Terrazas, Platón Sánchez y Joaquín Terrazas.

Una pequeña historia (de esas que, según Paco Taibo, dan color a las guerras): un tambor ciego se acercó a Joaquín en Chihuahua y le pidió que lo diera de alta como corneta de órdenes, argumentando que para hombres como él, “dar la vida por la Patria es el mayor bien”. Ese mismo corneta, Lucio Rosas, fue herido en la pierna el día 26 de marzo de 1866, por lo que debió ser amputado. Durante su convalecencia, Juárez mismo lo visitó en el Hospital y ordenó su ascenso a sargento de infantería. Luego, Lucio Rosas murió.

Ahora, recuperada la República de manos del Imperio, había que seguir luchando contra los apaches y Jari renunció a su filiación apache y guio a Joaquín en pos de sus hermanos de sangre. Joaquín alzó a la gente de San Andrés y El Carrizal con pocos recursos económicos, 60 000 pesos que le envió la presidencia (pero la República estaba en quiebra) y bajo las órdenes del gobernador Antonio Ochoa, Terrazas batió a los apaches durante la escisión de González Ortega, la asonada de Porfirio Díaz del Plan de la Noria, durante la cual Donato Guerra ataca la capital del estado mal defendida por Luis Terrazas. Sin embargo, Porfirio Díaz se rindió poco después a Terrazas en la Hacienda del Charco. Existen nuevas pláticas de paz con los apaches que, por diversas razones que el autor nos cuenta no tuvieron buen fin.

Se produjo entonces un nuevo levantamiento por Díaz, el Plan de Tuxtepec, que venció al gobierno de Lerdo de Tejada y llevó a Porfirio a la presidencia bajo la defensa de la bandera de la no reelección.

Durante este tiempo, en la hacienda de Encinillas, el niño Pedro Cedillo es raptado por los apaches y es criado como uno de ellos bajo el nombre Victorio. Aprendió la vida ardua del apache y descubrió los terrenos de ambos lados de la frontera. Aprendió cómo envenenar flechas y se hizo diestro en la doma y monta de caballos cerreros y de los que robaban en las haciendas. Victorio, bajo el mandato del jefe Nana, es correo entre chiricahuas y mezcaleros. Participó junto a Nana en el Gran Concejo de las Tribus donde conoció a Antonio el zurdo, José Nuevo, Cíbolo, Rojo, Mangas Coloradas, Taralchi, Carihua, Cochise, Taza, Gerónimo, Chato, Chihuahua, Ju, Coyote Gritón, Gordo y algunos otros jefes de la apachería. Este Concejo pretendía decidir si las tribus aceptaban las pláticas de paz o iban a la guerra total. Discutieron las vejaciones y barbarie de los cada vez más numerosos colonos ingleses y de los mexicanos. No hubo concenso pero se estableció un atregua de seis meses por la llegada del invierno. Mientras regresan a México, Nana, Victorio y Naiche, el caballo de Nana se ve inutilizado por lo que Victorio pretende robar un caballo en hacienda cercana. Es herido. La tribu de Naiche lo cura a través de la india Yakiri. El autor nos narra con tal precisión un sueño febril de Victorio que parece que él mismo lo hubiera soñado. Total: que Victorio se enamora de Yakiri y ella de él. Pero ella es muerta por una partida de James Cooney junto al resto de su tribu. Victorio jura venganza y lucha abierta contra colonos ingleses y mexicanos. Así, Victorio ataca varias poblaciones mexicanas y americanas, una de las cuales es la hacienda de Encinillas. Allí es reconocido por Dionisio Acosta quien lo llama por su nombre castellano, Pedro Cedillo, pero Victorio le dice que no, que él es Victorio y busca venganza. Dejan libre al mestizo Acosta para que lleve el mensaje de sangre de Victorio. Buscando a James Cooney, Victorio, acompañado de Talliné (hijo del indio Ju) y otros indios más, hace una incursión en Santa Fe, Nuevo México y, al no encontrarlo, secuestra al hermano de Cooney y lo mata en las goteras de la ciudad. Esto representa la primera invasión de territorio continental de EEUU, mucho tiempo antes de que Villa atacara Columbus, aun cuando el número de muertos sea menor. Y también fue realizada por un mexicano aunque criado como chiricahua (que, al fin de cuentas, también son mexicanos). Los ataques de Victorio en ambos territorios fueron muchos y muy crueles. Se enfrentó en la Tinaja de Victorio (topónimo a posteriori) a Justo de la Rosa, jefe político de El Carrizal y lo venció, por lo que el gobernador Gerónimo Treviño nombra a Ponciano Cisneros a nombre de una columna que ha de perseguir a los apaches. Su segundo es Joaquín Terrazas.

James Cooney era para esos días un tranquilo minero. El 29 de abril del 872 se dirige a una mina de oro y plata pero Victorio lo acecha, mata y escalpa. Su venganza debiera estar cumplimentada. Sin embargo ha seguido luchando contra gringos y mexicanos por lo que Luis Terrazas, Adolfo Valle y Joaquín Terrazas, al mando de 300 jinetes, le siguen la pista. Existe un nuevo precio por Victorio: 2000 pesos. Vivo o muerto. En la expedición van como pisteros Mauricio Corredor y su compadre Roque. Juan Mata Ortiz ya acompaña a la columna mexicana. El 14 de octubre de 1880 se enfrentarán en Tres Castillos, Chihuahua. Victorio es herido de muerte por una bala de Mauricio Corredor y, herido como dije, es llevado a su tribu donde muere el día 15.

El indio Ju y Gerónimo toman las riendas de la tribu y siguen una lucha que saben perdida. Gerónimo pide a Ju que entablen pláticas de paz, pero antes de que éstas se realicen Ju desaparece: ha ido al norte a buscar a su familia, amenazada por el general George Crook. Una vez que recupera a su tribu y la cruza al sur de la frontera, reaparece para las pláticas de paz. Pero Juan Mata Ortiz los ataca. Ju amenaza de muerte por fuego a Mata. El general Carlos Fuero envió a Bernardo Reyes a batir a Ju y Gerónimo al mando de 300 hombres de Casa Grandes. Ju ataca la hacienda de Juan Mata Ortiz, lo hace prisionero y lo ejecuta en una pira, cumpliendo con ello tanto su palabra como su venganza.

Consumado el hecho, Ju busca la paz en boca de Gerónimo, en agosto de 1883. Pero la paz no se alcanza. Ju muere al caer su caballo en las barrancas del Cobre. Gerónimo huye con su tribu al norte y se rinde al general George Crook. Pero escapa y sigue guerreando hasta que, finalmente, en marzo de 1886, se rinde definitivamente al General Miles en la Sierra Madre del lado americano y es llevado a Fort Sill, Oklahoma.

Allí termina la historia de la guerra apache. Y la historia de Joaquín Terrazas termina con él en la pobreza, a pesar de ser primo del mayor oligarca del país, el día 8 de octubre de 1901.

 

Si el lector es capaz de soportar los dos primeros capítulos que son una apología descarada a la familia terrazas, plagada de un lenguaje ampuloso y servil (bueno, no se puede esperar otra cosa sabiendo que lo escribe un Terrazas), el libro llega a disfrutarse plenamente. Aporta datos sobre el juarismo que no están en otros libros recientes sobre el tema, ofrece poemas de Guillermo Prieto, discursos de Lerdo de Tejada y Juárez hacia el pueblo chihuahuense y notas al vuelo que son interesantes para los estudioso o entusiastas de esta historia patria.

Vale la pena, pues, leerlo.

 

Ricardo Marcos-Serna

CJZ, Chih. 9 de agosto de 2020, 1430 h.

 

 

sábado, 8 de agosto de 2020

CRÓNICA DEL TEMBLOR DE 1985: 'Papi, papi, mira cómo bailo' - Hoy ... 

 

Los días de terremoto

Carlos Monsiváis

 

Todos lo sabemos porque tenemos un pariente, un amigo, un conocido que lo vivió. O porque nosotros mismos sentimos las oscilaciones de la tierra, porque vimos mecerse edificios, porque respiramos el polvo de los derrumbes u olimos la cadaverina y la putrescina que despedían los cuerpos en descomposición. No es necesario describir más a profundidad esto. Monsiváis lo entendió pronto y, en vez de describir la desolación y la destrucción, describió el nacimiento de la organización social, el desplazamiento del poder de un Estado que había secuestrado la actividad de la población en la vida diaria.

Después del terremoto, la sociedad se organizó, inmediatamente, en cadenas de personas que removían escombros, en rescatistas improvisados no exentos de heroísmo, y a mediano plazo en organizaciones que, afortunadamente, darían inicio a la Sociedad Civil, una al margen del Estado que la había marginalizado sistemáticamente. Porque combatir la tragedia era una forma de apoyo moral a otros ciudadanos (no sólo en el entonces DF, sino en otros lugares igualmente afectados por el temblor del 19 de septiembre de 1985.

Allí nació (o expotó) la solidaridad, que luego se institucionalizaría en el sexenio de Salinas, la palabra de moda, acaso por incapacidad de pensar en otra en esos momentos. Esa solidaridad se enfrentó a los cordones policiacos o militares que, por resguardar el orden, parecían más bien querer ocultar lo que los derrumbes evidenciaron: la corrupción, la ineficiencia, el descuido gubernamental. Y su soberbia. De la Madrid argumentando que el país podía levantarse a sí mismo de los escombros, aunque la realidad desmentiría esta afirmación centralista, que, por otro lado, ignoraba lo que sucedía fuera de la capital, en las devastadas ciudades Lázaro Cárdenas (Mich.) y Guzmán (Jal.).

Todas las voces se alzaron desde sus pequeñas o grandes trincheras: el clero afirmaba la intervención de los santos, vírgenes y dioses para castigar la sensualidad de la gente, mientras los partidos callan y la gente (es decir, uno mismo) elevaba la vida humana “a rango de bien absoluto”. En la ciudad emergen no los chilangos, no los capitalinos, habitantes del monstruo, sino los ciudadanos conscientes de su condición de ello, “en franca oposición a las creencias del Estado paternalista que nunca reconoce la mayoría de edad de sus pupilos”. El pueblo llano subsana parcial o totalmente las limitaciones gubernamentales. La tragedia da pauta y ritmo a la nueva sociedad participativa. Los jóvenes asumieron (asumimos) una responsabilidad que se nos ofreció de golpe. La primera participación pública de la juventud es en labores de desescombre de la ciudad, seguida de la toma de de deberes y derechos democráticos.

Se levantan cadáveres y se pepena entre los escombros, la voracidad ante la tragedia ajena por parte de civiles egoístas y el deseo gubernamental de recuperar el control a través de la normalización “es decir, el regreso a las fórmulas de obediencia incondicional”, sin ofrecer estrategias efectivas para ello, evidenciando, más bien, la corrupción y la falta de integración entre secretarías, oficinas, despachos que debieron funcionar, siempre, en beneficio común. No hay comunicación entre ellas ni entre la sociedad civil al grado que tenemos hoy (benditas redes sociales). Sin embrago, aún en la desgracia, persisten la cortesanía y la autoadulación a un tiempo llenas de paternalismo. Se hace evidente un mal muy mexicano: todos quieren dar órdenes, ser el centro de atención (y me refiero al Gobierno), sin atender a los que están al centro de la desgracia: los damnificados.

Se agravan problemas de salud por la pérdida de infraestructura hospitalaria y de personal que murió en el sismo. Se evidencia que el sector salud siempre ha sido caja chica de sus funcionarios (hoy, en plena contingencia por SARS Cov-2, vulgo Covid-19, seguimos en las mismas). A esta falta de respuesta, la organización del personal de salud oponiéndose a las medidas dictadas “por el centro”.

El Centro… un ente burocrático que permitió que los acordonamientos militares y policiacos impidieran las labores de rescate, aumentando el número de muertes, argumentando que los grupos civiles cometían más abusos que los beneficios que reportaban. Esto originó enfrentamientos entre militares y policías contra colonos.

Destellos del absurdo en medio de la tragedia: Plácido Domingo ayudando y buscando a sus propios familiares en el edificio Nuevo León, mientras Jacobo Zabludovsky le pregunta si no teme que el polvo le arruine la voz. Y la tragedia del Nuevo León demostró que el sobrecupo en viviendas tumorales acentuó el número de muertos (en el llamado Palacio Negro, la vecindad más poblada de la ciudad, en la Morelos, se hacinaban 600 familias).

Ante la organización popular, maniobras del gobierno para fomentar la desorganización entre vecinos, para evitar la toma del poder, para no perderlo, el estrangulamiento de las demandas de vivienda por parte del estado, los tecnócratas tomando decisiones sin capacidad para ello, haciéndolo solo porque un primo los colocó en la oficina sin tener los tamaños para ocuparla y que, sin embargo, son muy capaces de burocratizar la tragedia para esconder, minimizar la ineptitud y la corrupción, redundancia de la inacción gubernamental.

Como sucedería en 2019, se mediatizó el rescate de un fantasma llamado Monchito, supuesto niño (como la tal Frida Sofía) sepultado bajo los escombros, cuyo padre se desgarraba las vestiduras para que lo rescataran; lo que buscaba en realidad era una caja fuerte con 12 millones de pesos.

El terremoto impulsó el cambio de mentalidad individual en colectiva, el ciudadano se descubrió a sí mismo como un actor real de la vida del país, la organización es “el esfuerzo comunitario de autogestión y solidaridad, el espacio independiente del gobierno, en rigor la zona del antagonismo”, la sociedad civil.

El terremoto sepultó vidas y desenterró cadáveres: las costureras, los colonos del centro, la falta de derechos laborales y de vivienda, la evidencia de que se ha vivido bajo un pensamiento puramente burgués y monetario y la súbita toma de conciencia de ello por parte de los de abajo. Las costureras: un gremio que era explotado en su total ignorancia de derechos, dejando en claro que lo que importaba era medio de producción y el capital, no los obreros (o los inquilinos, en el caso de los problemas de vivienda), el desprecio por el proletario desde el amparo de una ley hecha para los dueños de los medios de producción, el lenguaje ampuloso de los patrones y los abogados contra el lenguaje llano de los necesitados. Y ante la organización que ganó batallas ante la Junta de Conciliación se elevaron las voces ecuménicas de los grandes productores y de la derecha panista, argumentando que hay “infiltración socialista” en los sindicatos (claro: si el sindicato no es charro, hay que denostarlo), diciendo que si se le da la razón a los obreros, se corre el riesgo de perderlo todo (para ellos, todo es el poder absoluto).

El plan DN-III no funcionó porque su aplicación implica la suspensión de garantía individuales, es un estado de excepción en la nación y el gobierno de de la Madrid no asumiría el costo político de implementarlo. Sin embargo, la salida a la calle del ejército permitió dos cosas: primero, que al acordonar las zonas de desastre se retrasaran las maniobras de rescate y, segundo, actuó como una fuerza represiva contra las sociedad políticas que se organizaron después del sismo, oponiéndose, por ejemplo, a los colonos del centro histórico que se organizaron por primera vez, despertando de su aletargamiento, alcanzando la madurez civil, la ciudadanía hasta entonces tutelada por un Estado paternalista que los envió a campos de damnificados, poco más que gallineros, controlados por gángsters del estado, mientras los panistas y empresarios satanizan el Decreto de expropiación de edificios y predios porque, a su decir, el ejemplo cundirá por todo el país (¡qué miedo deben haber sentido!).

Mientras, los partidos políticos se veían inútiles (más de lo habitual) ante la desgracia colectiva, porque son todo menos representativos de la sociedad y carecen de organización social (sus bases son pequeñas y sectarias) pero, sobre todo, de fuerza moral. En este ambiente, la izquierda política no es más favorable que la derecha, no es más útil, sino que se convierte en otro escombro que hay que saltar y que, efectivamente, es saltado por la izquierda social que sí tiene fuerza moral.

Esto y mucho más es Los días del terremoto, de Carlos Monsiváis. Un libro que vale la pena leer.

 

 Ricardo Marcos-Serna

CJZ, Chih. 08 de agosto 2020, 22:00h

domingo, 2 de agosto de 2020

Página Negra: Pancho Villa, las tres caras del centauro del norte ...


La Silla


He visto en YouTube un curso de Periodismo Narrativo dictado por @PacoTaibo2 (TAIBO II "Periodismo Narrativo, https://www.youtube.com/watch?v=2SGQGbY4HMk&t=3617s) que me dio claves para hacer una crónica sin ser periodista y sin ser escritor. En el curso Taibo responde a una pregunta (minuto 35:22) con un rotundo "(...) ponte frente a una silla, cuéntala (...)". Aquí está mi respuesta a ese reto.

Existen varios tipos de ellas, pero no tema: no los abordaremos a profundidad.

Desconozco mi primer contacto con el objeto pero sé, porque me lo contó el implicado en ello que, hace 45 años, yo arrastraba dos de esos armatostes al patio esperando que él llegara del trabajo para platicar bajo la sombra. También me contó que era bueno verme arrastrando los objetos, mucho más grandes y pesados que yo en ese momento, hasta el lugar destinado a la reunión.

Su forma puede variar y ya no hay un molde como el que, seguramente, siguieron los que copiaron el modelo original. Sin embargo, la función sigue siendo la misma.

En este momento estoy en una de ellas y, siendo ésta la que tengo a mano, la usaré en su idea primaria de objeto utilitario y le añadiré un poco de vida tomándola como punto de comparación para todas las demás, como si fuera la silla primigenia, la inaugural y, por tanto, la que sirviera de patrón para que otros hicieran copias y llevaran su mensaje a otras partes, a otras personas, a difundir la experiencia de ésta, la inicial silla que asentara sus patas sobre la Tierra.

Y habrá que describirla como a un árbol que se afirma en el suelo desde la raíz. Pero La Silla no tiene raíces a pesar de estar compuesta del mismo material que los árboles. No. Ella comienza en donde nosotros asentamos la planta. Así pues, hablemos de las patas.

En un principio tenía cuatro patas, equidistantes entre sí para evitar bamboleos incómodos y peligrosos. La distancia entre ellas varía según la forma que los caprichos del artesano le impriman. La mía tiene patas robustas y sólidas, unidas por travesaños que se atan a ellas con mimbre, su forma es cilíndrica y curvada por delante y cilíndrica pero extendida hacia arriba por detrás, permitiendo con ello que su función de pata se trastoque en otra cosa, en otro objeto con nombre propio y que debiera recibir la cortesía de ser descrito aparte; pero estamos con las patas, no nos desviemos. No todas las sillas que siguieron a La Silla tuvieron cuatro patas: las hubo de tres, las hubo de dos que se curvaban sobre sí y haciendo contorsiones y arabescos en el aire entre el suelo y el asiento, daban la impresión de ser más de dos; también llegó el momento en que la herejía artesanal hizo que sólo hubiera una pata que, a veces, era continuación del asiento, a veces otra cosa (un cajón, un resorte, una ausencia que hacía que la silla se asentara directamente en el suelo). La Silla que ocupo no carece de belleza en sus patas: ya señalé su solidez, su forma y sus uniones, pero su belleza no acaba allí; uno no describe las agraciadas piernas de una mujer sólo por su longitud o diámetro, sino por cómo se dejan ver bajo las medias, sobre tacones altos; hay que hablar de la suavidad de su contacto y, así, el tacto de las patas de mi Silla es suave. Los dedos se deslizan sobre su superficie color maple sin resistencia, desde abajo hasta la unión del travesaño, y siguen subiendo hasta el sitio íntimo de La Silla, donde se aleja del mundo terrenal y da lugar al sublime espacio donde uno se sentará.

De este modo, mi Silla tiene el asiento ancho, capaz de recibir el mediano peso que yo le imprimo o el de una mole humana (o de libros, como le sucede a una de sus hermanas, aquí, cerca de nosotros, a escasos dos metros) que lo ocupará en su totalidad. Algunos asientos tienen forma de cuchara, otros forman ángulos imposibles con el respaldo, otros más se extienden y comprimen según tengan peso encima o no. El asiento de mi Silla (recuerde usted que es La Silla Primigenia) es acolchado, cubierto por una piel suave al tacto (no importa si hace frío o calor: mi Silla siempre está a temperatura adecuada para recibirme, como una amorosa muchacha que conocí hace años y de la que sólo tengo el recuerdo de su tacto), y su armazón es de una cintilla de piel de dos pulgadas que lo circunda y que se une al asiento a través de costuras que un hábil tapicero ocultó bajo una tira de piel azul que contrasta con la piel del asiento como ojos azules en un rostro tostado por el sol.

Su respaldo es continuación de las patas traseras, como ya he dicho, pero no se limita a ser madera moldeada. Es ancho y su inclinación es la misma que haría una zarina ante su zar (una leve inclinación, apenas una insinuación), además de estar cubierto por tela suave, con estampados discretos de color paja, y ocultar un acolchado que resulta un alivio después de un día de agitada labor. No todos los respaldos son así, usted sabe: los hay rectos, altos, grabados en madera con escudos de armas o flores del campo, delgados o extremadamente anchos y (recuerdo que tuve una así) a algunos se les ocurrió la bendita irreverencia de dejarse crecer las orejas para dar más intimidad al ocupante.

Mi Silla es, como usted puede deducir a estas alturas, la envidia de todos y el paradigma de las demás sillas.

Me compadezco de los que no tienen una silla como la mía pero les deseo que cada uno encuentre su Silla en algún momento de la vida.


Ricardo Marcos-Serna

CJZ, Chih. 02 agosto 20, 18:18 horas