lunes, 28 de septiembre de 2009

Balam III


Saúl Tuk Monarrez tenía buena suerte. Al menos él lo consideraba así a la luz de cómo caminaba su vida. Había llegado a Coatzacoalcos, cuando tenía 20 años de edad, procedente de Chilam Ticmul, una ranchería cercana a Mérida, buscando trabajo. Consiguió un empleo en uno de los bares del puerto y pronto pudo conocer a mucha gente. Por supuesto, los clientes del bar eran marineros que buscaban solaz y su contacto con Saúl era bastante superficial, pero cordial. Saúl era el tipo del bar que conseguía las cosas: una caja de puros, una botella de Henessi (si los solicitantes podían pagarla), una mujer con un lunar en la boca o con habilidades especiales. Lo que fuera. Esa capacidad de comercio informal fue la que hizo popular a Saúl. Su ojo crítico y certero para buscar clientes potenciales y la manera subrepticia que tenía para acercárseles y ofrecer sus servicios le ganaron el sobrenombre de Balam, el jaguar.
Primero instalado en una barraca cercana al Faro, cantina concurrida, Saúl fue haciéndose de contactos entre las prostitutas del puerto hasta que consiguió la exclusividad sobre una de ellas, con la que compartía una casa de lupanar, en una arrabal más allá de las vías del tren. No era que llevaran una vida conyugal, pero Saúl y Perla vivieron cada uno dedicándose a su trabajo y compartiendo las ganancias y las caricias.
Cuando pudieron hacerse de suficiente dinero para soñar, decidieron buscar nuevos terrenos acercándose al mundo del juego. Hombres que pasaban largas temporadas en alta mar, mujeres con maridos desobligados e hijos hambrientos, un puerto cada vez más prospero en el comercio, la droga que pasaba por los muelles, el tráfico de orientales y la explosión petrolera eran la combinación ideal para quien tuviera la visión de cómo extraer el dinero de esos bolsillos abultados, ávidos por librarse de su carga de papel y metal. Saúl y Perla abrieron una casa de citas y contrataron talladores de cartas, meseros mulatos, prostitutas blancas y amigos en el gobierno.
Muy poco duró aquella felicidad artificial porque, dos años después de inaugurado el local, un parroquiano venido en un barco venezolano le sacó las entrañas a un marinero sueco que estaba riendo con una de las mujeres. El asunto comenzó con una discusión por cualquier cosa y pronto se llegó a las navajas. El sueco se desangró en el suelo y el venezolano buscaba pleito. Saúl no esperó a las palabras y lo mató de un tiro cuando quiso acercarse, con la navaja en la mano, a la prostituta que lloraba sobre el agonizante sueco.
Saúl y Perla debieron malvender el local a un competidor quien les pagó lo suficiente como para que compraran dos boletos de tren y rentaran un cuarto por una semana. Así Saúl y Perla salieron de Veracruz.
En el tren camino a Ciudad de México, Saúl se enteró de que Perla estaba embarazada.


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