-Es extraño, ¿no?
Estaban sentados en un restorán, famoso por su historia negra, ubicado en la misma calle que la Secretaría de Gobernación.
-Digo… El que no haya ningún dato que haga pensar en… pero... bueno, es posible que haya sido por lo mismo de siempre.
Le dolía la cabeza y no quería pensar en eso.
Una mesera enfadada. Se había peleado con su esposo esa mañana porque él había llegado borracho otra vez. Sirve café con leche pero lo derrama en el plato. No ofrece disculpas. Se va, dejándolos. A él con su dolor de cabeza y al otro con sus disertaciones.
-Es que no se parece a nada convencional.
El dolor de cabeza crecía en racimos, extendiéndose desde detrás del ojo izquierdo hasta la nuca. Cuando pasaba por la oreja, se sentía como una quemadura.
-Uno: si no fuera pasional, no habría tortura. Un balazo y ya. los amantes despechados quieren hacer sufrir al infiel.
Los ruidos del restorán, el bullicio de la gente, el entrechocar de los platos, las pláticas ajenas, siempre menos sangrientas y tórridas que las propias y las luces que reflejaban los ángulos de los autos que pasaban por Bucareli, aumentaban su dolor.
-Dos: si fuera de pandillas, habría mensajes para los otros.
El dolor había desaparecido por un tiempo, pero ahora regresaba más intensamente que la última vez. Ya no había medicinas detrás del espejo del baño. Al salir de su apartamento, pensó en comprar una caja de esas, de las que tenían cafeína, en la farmacia que estaba en la esquina de la calle de su oficina, pero lo saludaron con la novedad de que había un asesinato muy extraño.
-Tres: si fuera un robo, no habría por qué haberlo tenido amarrado con… ¿Cómo dice el reporte…? Esposas policiales. Eso es.
El café era insuficiente para controlar el dolor. Hizo un gesto.
-¿Te sigue doliendo?
Asintió.
-¡Ya, mano! Pareces vieja achacosa.
En el departamento siempre se había burlado de él por esos dolores. ¿Migraña?, le preguntaban, ¡Eso mismo tiene mi esposa!
La mesera de cara agria volvió y les puso enfrente la cartera con la cuenta. Con la mano en la cintura, esperó.
-¿No tendrá unas de esas pastillitas de menta? Es que a mi amigo le duele la cabeza…
Estaban sentados en un restorán, famoso por su historia negra, ubicado en la misma calle que la Secretaría de Gobernación.
-Digo… El que no haya ningún dato que haga pensar en… pero... bueno, es posible que haya sido por lo mismo de siempre.
Le dolía la cabeza y no quería pensar en eso.
Una mesera enfadada. Se había peleado con su esposo esa mañana porque él había llegado borracho otra vez. Sirve café con leche pero lo derrama en el plato. No ofrece disculpas. Se va, dejándolos. A él con su dolor de cabeza y al otro con sus disertaciones.
-Es que no se parece a nada convencional.
El dolor de cabeza crecía en racimos, extendiéndose desde detrás del ojo izquierdo hasta la nuca. Cuando pasaba por la oreja, se sentía como una quemadura.
-Uno: si no fuera pasional, no habría tortura. Un balazo y ya. los amantes despechados quieren hacer sufrir al infiel.
Los ruidos del restorán, el bullicio de la gente, el entrechocar de los platos, las pláticas ajenas, siempre menos sangrientas y tórridas que las propias y las luces que reflejaban los ángulos de los autos que pasaban por Bucareli, aumentaban su dolor.
-Dos: si fuera de pandillas, habría mensajes para los otros.
El dolor había desaparecido por un tiempo, pero ahora regresaba más intensamente que la última vez. Ya no había medicinas detrás del espejo del baño. Al salir de su apartamento, pensó en comprar una caja de esas, de las que tenían cafeína, en la farmacia que estaba en la esquina de la calle de su oficina, pero lo saludaron con la novedad de que había un asesinato muy extraño.
-Tres: si fuera un robo, no habría por qué haberlo tenido amarrado con… ¿Cómo dice el reporte…? Esposas policiales. Eso es.
El café era insuficiente para controlar el dolor. Hizo un gesto.
-¿Te sigue doliendo?
Asintió.
-¡Ya, mano! Pareces vieja achacosa.
En el departamento siempre se había burlado de él por esos dolores. ¿Migraña?, le preguntaban, ¡Eso mismo tiene mi esposa!
La mesera de cara agria volvió y les puso enfrente la cartera con la cuenta. Con la mano en la cintura, esperó.
-¿No tendrá unas de esas pastillitas de menta? Es que a mi amigo le duele la cabeza…
Crédito de la imagen http://www.chilango.com/restaurantes/ver/410/cafe-la-habana
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